Neumonía
La primavera bretona y una enorme ola de humedad invaden la costa. Hay niebla en el mar, niebla en las calles, niebla en las mentes. Madame Manec se pone enferma. Cuando Marie-Laure apoya la mano en el pecho de madame, siente el calor que le sube por el esternón como si algo se estuviera cocinando en su interior. Su respiración se convierte en una sucesión de toses oceánicas.
—Veo las sardinas —murmura madame—, y las termitas y los cuervos.
Etienne llama a un doctor que prescribe descanso, aspirinas y confites de violetas aromáticas. Marie-Laure se sienta junto a madame durante la peor parte de la enfermedad, horas extrañas en las que las manos de la anciana se ponen muy frías mientras habla de hacerse cargo del mundo. Nadie lo sabe pero ella está a cargo de todo. Es un peso tremendo, asegura, ser responsable de hasta la cosa más pequeña, de cada niño que nace, de cada hoja que cae de un árbol, cada ola que rompe en la playa, cada hormiga que hace su recorrido.
Marie-Laure oye el agua en la profundidad de la voz de madame: atolones y archipiélagos y lagunas y fiordos.
Etienne demuestra ser un cariñoso enfermero. Lava la ropa, prepara caldos y de vez en cuando lee una página de Pasteur o Rousseau. Con esa actitud demuestra haberle perdonado todas sus transgresiones pasadas o presentes. Cubre a madame con edredones, pero ella tiembla tanto que él acaba quitando la pesada alfombra que hay sobre el suelo y también se la pone encima.