Viena
El sargento mayor Reinhold von Rumpel tiene cuarenta y un años y aún no es lo bastante viejo como para que no puedan ascenderle. Tiene los labios húmedos y rojos, es pálido y sus mejillas son traslúcidas como filetes de lenguado crudo. El instinto para identificar lo correcto rara vez le abandona. Su esposa sufre sus ausencias sin quejarse mientras ordena los gatitos de porcelana por colores, del más claro al más oscuro, en dos estanterías de su cuarto de estar en Stuttgart. Tiene también dos hijas a las que lleva nueve meses sin ver. La mayor, Veronika, es terriblemente seria. Las cartas que le envía incluyen frases como «sagrada resolución», «orgulloso cumplimiento» y «sin precedentes en la historia».
El talento más extraordinario de Von Rumpel tiene que ver con los diamantes. Es capaz de reconocer y de pulir las piedras con la misma habilidad que cualquier joyero ario de Europa, también es capaz de reconocer las piezas falsas con solo mirarlas. Ha estudiado cristalografía en Múnich, ha sido aprendiz de un pulidor en Amberes y ha estado (durante una gloriosa tarde) en la Charterhouse Street en Londres, en una joyería común en la que le pidieron que se vaciara los bolsillos, subiera tres tramos de escaleras y atravesara tres puertas cerradas con candados. Allí le dijeron que se sentara frente a una mesa en la que un hombre con un bigote encerado hasta las puntas le permitió examinar un diamante en bruto de noventa y dos quilates procedente de Sudáfrica.
Antes de la guerra la vida de Reinhold von Rumpel era bastante agradable: era un gemólogo que dirigía un próspero negocio en un segundo piso que había tras la vieja cancillería en Stuttgart. Los clientes le llevaban piedras y él calculaba su valor. En alguna ocasión talló diamantes y le pidieron su opinión sobre tallados de alto nivel. Si alguna vez engañaba a algún cliente, se decía a sí mismo que también eso formaba parte del juego.
Con la guerra, su trabajo se ha expandido. Ahora el sargento mayor Von Rumpel tiene la oportunidad de hacer lo que nadie ha hecho desde hace siglos, ni siquiera durante la dinastía Mogul, ni siquiera con los Kan. Algo que tal vez no se ha hecho jamás en la historia. La rendición de Francia ha sucedido hace apenas unas semanas y ya ha visto cosas que jamás había soñado que vería ni en seis vidas. Un globo terráqueo del siglo XVII del tamaño de un coche pequeño con rubíes que marcaban los volcanes, zafiros que señalaban los polos y diamantes en las capitales del mundo. Había sostenido en la mano (¡en la mano!) un puñal de al menos cuatrocientos años de antigüedad hecho de jade blanco con incrustaciones de esmeraldas. Ayer, de camino a Viena, se apoderó de una vajilla de porcelana china del año 570 que tenía un diamante engarzado en cada plato. ¿Dónde confiscó la policía aquellos tesoros y a quién se los han quitado? No pregunta. Ha empaquetado la vajilla personalmente, la ha embalado y numerado con pintura blanca, y ha visto cómo se alejaba en un vagón de tren con vigilancia constante.
Espera ser enviado al alto mando. Espera más.
Esa misma tarde de verano, en una polvorienta biblioteca geológica de Viena, el sargento mayor Von Rumpel sigue los pasos de una delgada secretaria que lleva unas medias marrones, una falda marrón y una blusa marrón entre pilas de revistas. La secretaria acerca una escalerilla, trepa y le alcanza unos volúmenes.
Tavernier, 1676: Viajes por la India.
P.S. Pallas, 1793: Viajes a través de las provincias del sur del Imperio Ruso.
Streeter, 1898: Gemas y piedras preciosas.
Los rumores dicen que el Führer está redactando una lista de objetos preciosos que desea confiscar por toda Rusia y Europa. Se dice que tiene intención de reconvertir la austriaca ciudad de Linz en una ciudad gloriosa, la capital mundial de la cultura. Un vasto paseo de mausoleos, acrópolis, planetarios, bibliotecas, palacios de ópera, todo en mármol y granito, todo impecable. En el centro planea construir un kilométrico museo: una colección que exponga los mayores logros de la cultura humana.
El documento es real, eso ha oído Von Rumpel. Tiene cuatrocientas páginas.
Se sienta en una mesa entre las pilas, intenta cruzar las piernas pero tiene una hinchazón que le molesta en la ingle: es extraña, aunque no dolorosa. La insignificante bibliotecaria trae los libros. Ojea lentamente el Tavernier, el Streeter y los Bosquejos de Persia, de Murray. Lee las entradas sobre el diamante de trescientos quilates llamado el Orloff de Moscú, sobre el Nur-al-Ain y sobre el Dresde Verde de cuarenta y ocho quilates y medio. Lo encuentra al anochecer. Es la historia de un príncipe moribundo, un sacerdote que se granjeó la ira de una diosa y un prelado francés que creía que había comprado la misma piedra siglos más tarde.
El Mar de Llamas.
Una piedra gris azulada con un tono rojo en el centro, registrada como un diamante de ciento treinta y tres quilates que se perdió o fue heredada por el rey de Francia en 1738 bajo la condición de ser encerrada durante doscientos años.
Mira hacia arriba. Las lámparas están suspendidas como hileras de espinas que se desvanecen en un polvo dorado. De entre toda la superficie de Europa, él tiene la firme intención de encontrar una piedrita escondida en sus pliegues.