No regresará
Marie-Laure se despierta y le parece que ha oído el sonido de los pasos de su padre, el tintineo de sus llaves. En el cuarto piso en el quinto piso en el sexto. Roza el pomo de la puerta con los dedos. El cuerpo de él irradia desde la silla que está a su lado un calor débil pero palpable. Sus pequeñas herramientas rechinan contra la madera. Huele a pegamento, a papel de lija, a los Gauloises bleues.
Pero es solo el crujido de la casa. El sonido del mar arrojando espuma contra las rocas. Fantasías de la mente.
A la vigésima mañana sin noticias de su padre, Marie-Laure no se levanta de la cama. Ya no le importa que su tío abuelo se haya puesto una corbata antigua y se haya quedado de pie en la puerta de entrada en dos ocasiones susurrando rimas extrañas para sí mismo —á la pomme de terre, je suis par terre; au haricot, je suis dans l’eau—,[10] intentando en vano reunir la fuerza necesaria para salir. Marie-Laure ha dejado de suplicarle a madame Manec que la lleve a la estación, que escriba otra carta, que pierda otra inútil tarde en la prefectura solicitando a las autoridades de la ocupación que localicen a su padre. Se vuelve distante, taciturna. No se baña, no se calienta junto al fuego de la cocina, deja de pedir permiso para salir a la calle. Apenas come.
—Los del museo dicen que lo están buscando, niña —le susurra madame Manec, pero cuando intenta acercar los labios a la frente de Marie-Laure la niña se echa hacia atrás como si fuera a quemarla.
El museo responde a los reclamos de Etienne. Dicen que el padre de Marie-Laure nunca llegó a presentarse.
—¿Que nunca llegó a presentarse? —dice Etienne en voz alta.
Esta es la pregunta que carcome los pensamientos de Marie-Laure. ¿Por qué no ha podido llegar a París? Y si no ha ido, ¿por qué no ha regresado a Saint-Malo?
Jamás te abandonaré, ni en un millón de años.
Lo único que ella desea es regresar a casa, estar en su apartamento de cuatro habitaciones y escuchar el susurro del castaño del otro lado de la ventana. Oír al quesero cuando levanta la cortina de su negocio. Sentir que los dedos de su padre aprietan los suyos.
Si al menos le hubiera suplicado que se quedara.
Ahora todo en la casa la asusta: las escaleras chirriantes, los postigos de las ventanas, los cuartos vacíos, el desorden y el silencio. Etienne intenta alegrarla con tontos experimentos: un volcán de vinagre, un tornado dentro de una botella.
—¿Oyes, Marie? ¿Oyes cómo da vueltas aquí dentro?
Ella no finge interés. Madame Manec le sirve tortillas, cassoulet, brochetas de pescado, hace milagros con los cupones de ración y con las sobras en su despensa, pero Marie-Laure se niega a comer.
—Como una serpiente —oye por casualidad la voz de Etienne al otro lado de su puerta—, sigue enroscada herméticamente ahí dentro.
Pero ella está enfadada. Con Etienne por hacer tan poco, con madame Manec por hacer tanto y con su padre por no estar allí ayudándola a comprender su ausencia. Con sus ojos por haberle fallado. Con todo y con todos. ¿Cómo iba a saber que el cariño puede matar también? Pasa horas arrodillada en la sexta planta con los dedos entumeciéndose poco a poco sobre la maqueta de Saint-Malo y la ventana abierta mientras el mar sopla con su viento del ártico. Hacia el sur, a la Puerta de Dinan, hacia el oeste, a la Plage du Môle. De regreso a la rue Vauborel. Cada segundo que pasa la casa de Etienne se vuelve un poco más fría, cada segundo que pasa siente que su padre se aleja un poquito más.