Octavillas
Antes del anochecer, los austriacos sirven riñones de cerdo con tomates enteros en la vajilla del hotel; hay una solitaria abeja plateada dibujada en el borde de cada plato. La gente se sienta sobre sacos de arena o cajas de munición y Bernd se queda dormido sobre su ración. Volkheimer habla con el teniente en una de las esquinas sobre la radio del sótano y sobre el perímetro de esta habitación en la que los austriacos mastican con decisión bajo sus cascos de acero. Son hombres enérgicos, experimentados, hombres que no dudarían en cumplir su objetivo.
Cuando Werner termina de comer sube a la suite de la planta superior en la que está la bañera hexagonal. Empuja los postigos y los abre apenas unos centímetros. La brisa de la tarde es una bendición. Bajo la ventana aguarda el gran 88 en uno de los paseos vallados del hotel que da al mar. Más allá del arma, más allá de las troneras, las murallas se zambullen doce metros bajo las olas verdes y blancas. A su izquierda aguarda la ciudad, densa y gris. A lo lejos, hacia el este, un brillo rojo se alza desde alguna batalla más allá de la vista. Los americanos los tienen arrinconados contra el mar.
A Werner le parece que en el espacio que hay entre lo que ya ha sucedido y lo que aún está por venir se cierne una frontera invisible: lo conocido a un lado, lo desconocido al otro. Piensa en la muchacha que tal vez está en la ciudad o tal vez no. La imagina con su bastón recorriendo los bordillos, encarando el mundo con sus ojos estériles, su pelo salvaje y su cara luminosa.
Al menos él ha protegido los secretos de su casa. Al menos la ha mantenido a salvo.
En todas las puertas, puestos del mercado y farolas se han puesto nuevas órdenes firmadas por el jefe en mando de la guarnición en persona. «Prohibido abandonar la ciudad. Prohibido caminar por las calles sin una autorización especial».
Antes de que Werner cierre el postigo aparece un avión solitario cruzando el crepúsculo. De su panza cae una bandada de objetos blancos que van haciéndose cada vez más grandes.
¿Son pájaros?
La bandada se rompe y dispersa: son papeles. Miles de papeles. Caen sobre los tejados, se diseminan entre las barricadas o se quedan pegados en los remolinos de la playa.
Werner baja hasta el vestíbulo, donde uno de los austriacos sostiene uno en la mano.
—Está en francés —dice.
Werner lo coge. La tinta está tan fresca que se corre bajo sus dedos.
«Mensaje urgente para los habitantes de la ciudad», dicen. «Salgan de inmediato a campo abierto».