La suma de ángulos

Werner es llamado a la oficina del profesor de ciencias técnicas. Un trío de elegantes perros de caza de largas patas le rodean al entrar. La habitación está apenas iluminada con un par de lámparas verdes de banquero y con esa luz baja Werner ve las estanterías abarrotadas de enciclopedias, maquetas de molinos, telescopios en miniatura, prismas. El doctor Hauptmann está de pie frente a una mesa enorme con el mismo abrigo de botones de latón, como si también él acabara de llegar. Unos pequeños rizos enmarcan su frente de marfil; se quita los guantes de cuero, dedo a dedo.

—Pon un leño en la chimenea, por favor.

Werner cruza la oficina y remueve el fuego para avivarlo. Se da cuenta de que en la esquina hay una tercera persona sentada, una enorme figura instalada soñolientamente en un sillón que parece diseñado para un hombre mucho más pequeño. Es Frank Volkheimer, un estudiante de diecisiete años que está en el último año, un chico colosal que vino de alguna región del norte, toda una leyenda entre los cadetes menores. Se dice que Volkheimer cargó en una ocasión a tres cadetes de primer año y cruzó el río llevándolos sobre su cabeza, se dice que levantó la parte trasera del coche del comandante para que alguien pusiera un gato bajo el eje. Un rumor asegura que le partió la tráquea a un comunista con sus propias manos, otro dice que agarró por el hocico a un perro callejero y le sacó los ojos solo para acostumbrarse a contemplar el sufrimiento de las demás criaturas.

Le llaman el Gigante. Incluso con esta luz baja y parpadeante Werner puede ver las venas que trepan por el brazo de Volkheimer como si fueran vides.

—Jamás un estudiante había construido un motor antes que tú —dice Hauptmann dando parcialmente la espalda a Volkheimer—, no sin ayuda.

Werner no sabe qué responder así que no responde nada. Agita el fuego una última vez y las chispas suben por la chimenea.

—¿Sabes algo de trigonometría, cadete?

—Lo que he podido aprender solo, señor.

Hauptmann abre un cajón, saca una hoja de papel y escribe algo en ella.

—¿Sabes lo que es esto?

Werner echa un vistazo.

formula

—Una fórmula, señor.

—¿Sabes para qué sirve?

—Creo que es la manera de utilizar dos puntos conocidos para encontrar la ubicación de un tercero, desconocido.

A Hauptmann le brillan los ojos azules: tiene el aspecto de alguien que ha descubierto algo muy valioso en el suelo, justo frente a él.

—Si te doy los puntos conocidos y la distancia que hay entre ellos, ¿puedes resolverlo, cadete? ¿Podrías dibujar el triángulo?

—Creo que sí.

—Siéntate a la mesa, Pfennig, en mi silla. Ahí tienes un lápiz.

Cuando se sienta frente al escritorio, las botas de Werner no tocan el suelo. El fuego calienta la habitación. Bloquea la presencia del gigante Frank Volkheimer con sus botas descomunales y su enorme quijada. Bloquea los pequeños pasos aristocráticos del profesor frente a la chimenea y lo tarde que es y los perros y todas esas estanterías cargadas de cosas interesantes. Lo único que hay es esto:

formula

Werner introduce los números de Hauptmann. Se imagina a dos observadores sobre un campo que se acercan entre sí y después se los imagina elevando los ojos hacia un punto de referencia lejano: un barco en la distancia. Cuando Werner pide una regla el profesor pone una sobre la mesa al instante, estaba esperando esa petición. Werner la coge sin mirarlo y comienza a calcular el valor de los senos.

Volkheimer le observa. El diminuto doctor pasea con las manos en la espalda. El fuego chisporrotea. Lo único que se oye es la respiración de los perros y el deslizamiento de la regla de cálculo. Werner dice:

—16,43, herr Doktor.

Dibuja el triángulo, marca las distancias de cada segmento y le devuelve el papel. Hauptmann comprueba algo en un libro de cuero. Volkheimer se acomoda ligeramente en el sillón, su mirada muestra a la vez interés y apatía. El profesor presiona con la palma de la mano la superficie de la mesa mientras lee con el ceño fruncido y de una manera ausente, como si estuviera esperando un pensamiento. Werner se siente de pronto invadido por una premonición que le atemoriza pero entonces Hauptmann vuelve a mirarle y el sentimiento se esfuma.

—En tu formulario de ingreso dice que cuando llegaste aquí deseabas estudiar electromecánica en Berlín y que eres huérfano. ¿Eso es así?

Una nueva mirada a Volkheimer. Werner asiente.

—Mi hermana…

—El trabajo de un científico, cadete, está determinado por dos cosas: sus intereses y los de su tiempo, ¿lo entiendes?

—Creo que sí.

—Vivimos tiempos extraordinarios, cadete.

A Werner se le inunda el pecho de emoción. Habitaciones iluminadas por el fuego con libros alineados…, ese es el tipo de sitios en los que suceden las cosas importantes.

—Trabajarás en el laboratorio después de cenar. Todas las noches. Incluso los domingos.

—Sí, señor.

—Empezarás mañana.

—Sí, señor.

—Volkheimer estará pendiente por si necesitas algo. Coge unas galletas —el profesor le acerca una lata con un lazo encima— y respira, Pfennig. No puedes vivir aguantando la respiración cada vez que entras en mi laboratorio.

—Sí, señor.

El aire frío que recorre el pasillo es tan puro que Werner casi se marea. Un trío de polillas golpean contra el techo de su dormitorio. Se desata los cordones, dobla los pantalones en la oscuridad y deja la caja de galletas sobre ellos. Frederick le observa desde el borde de su litera.

—¿Dónde has estado?

—Tengo galletas —susurra Werner.

—Esta noche he escuchado a un búho real.

—Silencio —bufa un chico dos literas más abajo.

Werner le pasa una galleta. Frederick susurra:

—¿Sabes cómo son? Son muy raros y grandes como aviones. El que he oído probablemente era un macho en busca de un nuevo territorio. Estaba en uno de los álamos que hay junto al patio de armas.

—Ah… —responde Werner. Ve letras griegas bajo sus párpados: triángulos isósceles, betas, curvas de seno. Se ve a sí mismo con un abrigo blanco caminando junto a las máquinas.

Algún día ganará algún premio importante.

Decodificación, propulsión de cohetes, lo último de lo último.

Vivimos tiempos extraordinarios.

Del recibidor llega el repiqueteo de los tacones de las botas del jefe de dormitorio. Frederick se da la vuelta hacia su litera.

—No lo pude ver —susurra—, pero le oí perfectamente.

—¡Cállate la boca —dice un segundo chico—, nos van a castigar a todos!

Frederick no dice nada más. Werner deja de masticar. Las botas del jefe de dormitorio se detienen: o se ha ido o ha frenado al otro lado de la puerta. En los campos alguien está cortando madera y Werner escucha el sonido del mazo contra la cuña y la rápida y asustada respiración de los chicos a su alrededor.

La luz que no puedes ver
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