Nada
Marie-Laure intenta recordar todos los detalles sobre la cerradura de la verja, todo lo que ha sentido con los dedos, todo lo que le ha contado su padre. Son barras de hierro atravesadas por tres círculos oxidados, una vieja cerradura con un mecanismo de rotación. ¿Se puede abrir de un disparo? El hombre llama de vez en cuando y después pasa el periódico por las barras de la puerta.
—Llegó en junio pero no fue arrestado hasta enero. ¿Qué estuvo haciendo durante todo ese tiempo? ¿Por qué medía los edificios?
Ella se apoya contra la pared de la gruta con la mochila en el regazo. El agua le llega hasta las rodillas: está fría incluso en julio. ¿Puede verla? Con mucho cuidado Marie-Laure abre la mochila, parte el pan y busca con los dedos el trozo de papel. Ahí está. Cuenta hasta tres y desliza el trozo de papel en su boca.
—Solo quiero que me diga —dice el alemán— si su padre le dejó algo o le habló sobre llevar alguna cosa al museo en el que trabajaba antes. Dígame eso y me marcharé. No le hablaré a nadie de este lugar. Se lo juro por Dios.
El papel se desintegra en una pasta entre sus dientes. A sus pies los caracoles siguen su trabajo, mastican, escarban, duermen. Etienne le ha explicado que sus bocas contienen ochenta filas de treinta dientes cada una, en total dos mil cuatrocientos dientes en cada caracol para mordisquear, buscar comida, hacer ruido. Muy arriba, sobre las murallas, las gaviotas vuelan en el cielo abierto. ¿Lo jura por Dios? Para Dios, ¿cuánto duran estos momentos intolerables? ¿La trillonésima parte de un segundo? La vida de todas las criaturas no es más que una chispa que se desvanece rápidamente en la insondable oscuridad. Esa es la verdad de Dios.
—Solo cumplo con mi obligación —dice el alemán—. Un Jean Jouvenet en Saint-Brieuc, seis Monets en la zona, un huevo Fabergé en una mansión cerca de Rennes. Estoy muy cansado. ¿Quiere saber desde hace cuánto tiempo he estado buscando?
¿Por qué no se quedó papá? ¿Acaso no era ella lo más importante para él? Se traga los restos de pulpa de papel. Después avanza con el agua hasta los tobillos.
—No me dejó nada —se sorprende a sí misma al escuchar lo enfadada que está—, nada. Solo una estúpida maqueta de esta ciudad y una promesa sin cumplir. Solo a madame, que ha muerto. Y a mi tío abuelo, que tiene miedo hasta de una hormiga.
Al otro lado de la puerta el alemán espera callado. Tal vez sopesando la respuesta. Hay algo en su exasperación que le convence.
—Y ahora —continúa ella—, cumpla con su palabra y márchese.