El profesor
Etienne está leyéndole a Marie-Laure el libro de Darwin cuando se detiene en mitad de una palabra.
—¿Tío?
Él respira nerviosamente con los labios fruncidos como si estuviera soplando una cuchara llena de sopa. Susurra:
—Hay alguien aquí.
Marie-Laure no oye nada, ni pisadas ni crujidos. Madame Manec barre el suelo en la planta baja. Etienne le pasa el libro. Ella oye cómo apaga la radio y luego se enreda en los cables.
—¿Tío? —dice ella de nuevo, pero él ya ha abandonado el estudio y baja las escaleras (¿están en peligro?). Le sigue hasta la cocina donde oye que intenta apartar de en medio la mesa.
Tira de una anilla en el centro del suelo. Bajo una trampilla hay un agujero cuadrado del que sale un temible olor a humedad.
—Un paso hacia abajo, rápido.
¿Eso es un sótano? ¿Qué ha visto el tío? Ella toca con el pie el peldaño superior de una escalera y los pesados zapatos de madame Manec entran en la cocina.
—¡Señor Etienne, por favor se lo pido!
Se oye la voz de Etienne desde abajo:
—He oído algo, a alguien.
—La está asustando. No es nada, Marie-Laure, ven conmigo.
Marie-Laure vuelve a salir; bajo sus pies el tío abuelo susurra canciones infantiles para sí mismo.
—Me puedo sentar con él un rato, madame. A lo mejor podemos seguir leyendo nuestro libro, ¿no, tío?
El sótano, concluye, no es más que un frío y húmedo agujero bajo la tierra. Se sientan un rato con la trampilla abierta sobre una moqueta enrollada y ella escucha a madame Manec tarareando encima de ellos mientras prepara el té en la cocina. Etienne tiembla ligeramente a su lado.
—¿Sabías —pregunta Marie-Laure— que la probabilidad de que te caiga un rayo es de una entre un millón? Me lo dijo el doctor Geffard.
—¿En un año o en toda la vida?
—No estoy segura.
—Deberías habérselo preguntado.
De nuevo aquella respiración rápida y entrecortada. Como si el cuerpo entero le apremiara a huir.
—¿Qué te sucedería si salieras fuera, tío?
—Me sentiría incómodo. —Su voz es casi inaudible.
—¿Pero qué te hace sentir incómodo?
—Estar fuera.
—¿Dónde?
—En los espacios grandes.
—No todos los espacios son grandes. Tu calle no es tan grande, ¿verdad?
—No es grande comparada con aquellas a las que tú estás acostumbrada.
—A ti te gustan los huevos y los higos. Y los tomates. Los tomamos hoy en la comida. Crecen afuera.
Él se ríe suavemente.
—Por supuesto, sí.
—¿No echas de menos el mundo?
—No.
Él está tranquilo y ella también. Los dos recorren espirales de recuerdos.
—Aquí tengo el mundo entero —dice dando unas palmaditas sobre la cubierta de Darwin— y también en mis radios. Todo está al alcance de mis dedos.
El tío parece casi un niño, un monje por la modestia de sus necesidades y por vivir completamente al margen de las obligaciones temporales, pero aun así ella entiende que le visitan miedos tan grandes, tan variados que casi puede sentir el temor que vibra en su interior, como si una bestia estuviera respirando constantemente tras los cristales de la ventana de su mente.
—¿Puedes leer un poco más, por favor?
Etienne abre el libro y murmura:
—«Placer es un término muy frágil para expresar los sentimientos de un naturalista que se adentra por primera vez en las selvas del Brasil…».
Tras varios párrafos, Marie-Laure dice sin ningún preámbulo:
—Háblame de la habitación que está arriba. La que está frente a nuestro dormitorio.
Él se detiene. Otra vez se oye esa respiración nerviosa y rápida.
—Hay una pequeña puerta al fondo de esa habitación pero está cerrada. ¿Qué hay ahí?
Él se queda callado durante tanto tiempo que ella teme haberle molestado, pero al fin él se pone de pie y sus rodillas crujen como ramitas.
—¿Te está dando uno de tus dolores de cabeza, tío?
—Ven conmigo.
Suben las escaleras. En el descansillo de la sexta planta giran a la izquierda y él abre la puerta de la que alguna vez fue la habitación del abuelo de la niña. Ella ya ha pasado varias veces las manos sobre lo que hay en el interior: un remo de madera apoyado contra la pared, una ventana decorada con largas cortinas. Una cama individual. La maqueta de un barco en una estantería. En el fondo hay un armario muy grande, tanto que ella no alcanza a tocar la parte de arriba ni a abarcarlo con los brazos abiertos.
—¿Estas cosas eran suyas?
Etienne abre la pequeña puerta que hay junto al armario.
—Adelante.
Ella toca el interior. Está seco y el aire cargado. Se oyen los pasos de una rata. Sus dedos rozan una escalera de mano.
—Lleva a la buhardilla. No es muy alto.
Son siete peldaños. Al llegar arriba, se queda inmóvil. Tiene la sensación de estar en un lugar de paredes inclinadas bajo las tejas del techo. La parte más alta tiene su estatura.
Etienne sube tras ella y le da la mano. Toca con los pies cables en el suelo. Serpentean entre las cajas cubiertas de polvo y pasan por encima de un caballete; él la conduce a través de un matorral de cables hasta lo que parece la banqueta de un piano tapizada y la ayuda a sentarse en ella.
—Este es el desván. Frente a nosotros está la chimenea. Pon tus manos sobre la mesa, así…
Sobre el tablero hay cajas de metal, tubos, bobinas, interruptores, medidores, al menos un gramófono. Toda esa parte del desván, se da cuenta de pronto, es una especie de máquina. El sol calienta las pizarras sobre sus cabezas. Etienne pone unos auriculares en los oídos de Marie-Laure. A través de los auriculares ella escucha que él gira una manilla, enciende algo y entonces, como si se lo hubiesen colocado directamente en el centro de la cabeza, un piano toca una melodía sencilla y dulce.
La canción se desvanece y se escucha una voz estática que dice: «Pensad en cualquiera de las brasas que veis en el interior de la estufa de vuestras casas. ¿Os lo imagináis, niños? En algún momento ese trozo de carbón fue una planta verde, un helecho o un junco vivo hace un millón de años, dos millones de años o cien millones de años».
Después la voz da paso al piano otra vez. El tío le quita los auriculares.
—Cuando era niño —dice— mi hermano era bueno en todo pero su voz era lo que más comentaba la gente. Las monjas de St. Vincent querían organizar coros para él. Teníamos el sueño, Henri y yo, de grabar discos y venderlos. Él tenía la voz, yo tenía el cerebro y en aquella época todo el mundo quería gramófonos. Casi nadie hacía programas para niños. Contactamos con una productora de París que pareció interesada y escribí para ellos diez guiones sobre ciencia. Henri los ensayó y finalmente comenzamos a grabar. Tu padre era apenas un niño pero siempre venía a escuchar. Fue una de las épocas más felices de mi vida.
—Y entonces llegó la guerra.
—Éramos los encargados de las señales. Nuestro trabajo, el mío y el de tu abuelo, era montar líneas de telégrafo que unieran los puestos de mando de los oficiales que estaban en el frente con la retaguardia. Casi todas las noches el enemigo disparaba con pistolas lanzabengalas a las trincheras, eran pequeñas y efímeras estrellas suspendidas en el aire con paracaídas con las que trataban de iluminar posibles objetivos para los francotiradores. Cada vez que veían el resplandor los soldados se quedaban inmóviles hasta que se apagaba. Había horas en las que disparaban hasta ochenta o noventa bengalas, una tras otra, y la noche quedaba cargada de un extraño aroma a magnesio. Era muy silencioso, lo único que se escuchaba era el ruido de las bengalas, después el silbido de la bala del francotirador en la oscuridad y el impacto en el barro. Tratábamos de mantenernos lo más juntos posibles pero a veces yo me quedaba paralizado, sin poder mover ninguna parte del cuerpo, ni siquiera los dedos, ni siquiera los párpados. Henri se quedaba a mi lado y me susurraba aquellos guiones, los que habíamos grabado juntos. A veces durante toda la noche. Una y otra vez. Como si eso nos creara una pantalla protectora alrededor. Y así hasta que amanecía.
—Pero él murió.
—Y yo no.
Esa, se da cuenta Marie-Laure, es la base de su miedo, de todos los miedos. Que una luz cuyo resplandor no se puede detener brille sobre ti y le indique a la bala hacia dónde dirigirse.
—¿Quién construyó esta máquina, tío?
—Yo, después de la guerra. Me llevó años enteros.
—¿Cómo funciona?
—Es un transmisor de radio. Este interruptor de aquí —y le guía la mano hasta él— enciende el micrófono, y este otro, el fonógrafo. Aquí está el amplificador y esos son los tubos de ventilación y las bobinas. La antena sube por la chimenea doce metros. Coge esa palanca. Piensa en la energía como una onda y en el transmisor que envía todas esas olas en ciclos regulares. Tu voz crea una perturbación en esos ciclos…
Ella deja de escuchar. Todo está cubierto de polvo, es confuso e hipnótico al mismo tiempo. ¿Cuántos años tienen todas estas cosas? ¿Diez? ¿Veinte?
—¿Qué transmitías?
—Las grabaciones de mi hermano. La productora de París ya no estaba interesada, pero por las noches yo seguí transmitiendo las diez grabaciones que hicimos hasta agotarlas. También su canción.
—¿El piano?
—Es el Claro de luna de Debussy. —Toca el cilindro de metal con una esfera pegada en la tapa—. Lo único que tenía que hacer era poner el micrófono en la campana del gramófono y voilà.
Ella se inclina sobre el micrófono y dice:
—Hola… ¿Hay alguien ahí?
Él ríe con su risa liviana.
—¿Y alguna vez os escuchó algún niño?
—No lo sé.
—¿Y hasta dónde llega la transmisión, tío?
—Hasta muy lejos.
—¿Hasta Inglaterra?
—Fácilmente.
—¿Hasta París?
—Sí, pero yo no intentaba llegar a Inglaterra ni a París. Pensaba que si conseguía hacer una emisión lo bastante poderosa, mi hermano me escucharía. Y que eso le daría paz y le protegería como él siempre me había protegido a mí.
—¿Emitías la voz de tu hermano para que él la escuchara ya muerto?
—Y a Debussy.
—¿Y él te contestó alguna vez?
El desván cruje. ¿Qué fantasma recorre ahora las paredes tratando de escuchar? Marie-Laure casi es capaz de percibir en el aire el miedo de su tío abuelo.
—No —contesta—, jamás lo hizo.