Pájaros de América
¡Cuántas maravillas hay en la casa! Ella le muestra el transmisor del desván: su doble batería, el gramófono pasado de moda, la antena extensible manualmente que puede alzarse y recogerse a lo largo de la chimenea con un ingenioso sistema de palancas. Y hasta un disco en el que ella asegura que está la voz de su abuelo, lecciones de ciencia para niños. ¡Y los libros! Los pisos inferiores están cubiertos de ellos —Becquerel, Lavoisier, Fischer—, toda una vida de lecturas. Imagina lo que sería pasar diez años en esta casa alta y estrecha, aislado del mundo, estudiando sus secretos, leyendo sus libros y contemplando a esta muchacha.
—¿Sabes —le pregunta— si el capitán Nemo sobrevivió al remolino?
Marie-Laure se sienta en el descansillo de la quinta planta con su abrigo gigante como si estuviera esperando un tren.
—No —contesta—. O sí. No lo sé. Supongo que esa es la gracia, ¿no? Dejarnos con la duda. —Ladea la cabeza—. Ya sé que era un loco pero aun así yo no quería que muriera.
En la esquina del estudio de su tío abuelo, entre un tumulto de libros, encuentra una copia de Pájaros de América. Es una reimpresión, ni de cerca tan grande como la que vio en el cuarto de estar de Frederick, pero aun así es impresionante: tiene cuatrocientos treinta y cinco grabados. Lo lleva hasta el descansillo.
—¿Te ha enseñado esto tu tío?
—¿Qué es?
—Un libro sobre pájaros. Un pájaro tras otro.
En el exterior los proyectiles vienen y van.
—Tenemos que bajar a la parte inferior de la casa —dice ella, pero durante un instante ninguno de los dos se mueve.
Perdiz de California.
Alcatraz común.
Pelícano fragata.
Werner aún puede ver a Frederick de rodillas frente a su ventana, con la nariz pegada al cristal. Un pequeño pájaro gris dando saltitos entre las ramas. No parece gran cosa, ¿verdad?
—¿Puedo quedarme con una página de este libro?
—Por qué no. Nos marcharemos pronto, ¿no? ¿Cuándo será seguro?
—A mediodía.
—¿Cómo sabremos que es el momento?
—Cuando dejen de disparar.
Llegan más aviones. Docenas y docenas de aviones. Werner tiembla involuntariamente. Marie-Laure le lleva hasta la primera planta donde hay un dedo de ceniza y hollín por todas partes. Él pone en pie un mueble caído y lo aparta del camino, abre la trampilla del sótano y descienden. En algún lugar por encima de ellos, treinta bombarderos arrojan su carga y Werner y Marie-Laure sienten cómo el lecho de piedra tiembla, oyen las detonaciones a lo largo del río.
¿Podría él, por medio de algún milagro, hacer que esto durara? ¿Podrían quedarse aquí, encerrados, hasta que acabe la guerra? ¿Hasta que los ejércitos dejen de marchar de un lado a otro sobre sus cabezas y todo lo que tengan que hacer sea abrir la puerta y apartar unas piedras aunque la casa se haya convertido en una escombrera junto al mar, hasta que pueda cogerla de la mano y llevarla al exterior? Iría adonde fuera necesario para que eso ocurriera, soportaría cualquier cosa. Dentro de un año o tres o diez, Francia y Alemania no serán lo que son ahora, podrán salir de la casa y visitar esos restaurantes para turistas, pedir un menú y comer en silencio, ese tipo de silencio agradable que solo los amantes pueden compartir.
—¿Sabes —pregunta Marie-Laure con voz dulce— por qué estaba aquí el hombre de ahí arriba?
—¿Por la radio? —Y a pesar de todo duda de su respuesta.
—Tal vez —contesta ella—, tal vez esa sea la razón.
Un minuto más tarde están dormidos.