Boulangerie

Pasa un día entero antes de que Werner encuentre un momento para regresar. Hay una puerta de madera, una verja de hierro y molduras azules en las ventanas. La niebla de la mañana es tan densa que no puede ver el tejado. Se distrae con sueños imposibles: el francés le invita, beben café y discuten durante un buen rato sobre las transmisiones. Tal vez investigan algún importante problema empírico que ha estado atormentándole durante años. Tal vez le enseña el transmisor a Werner.

Es de risa, porque si Werner llamara a la puerta el viejo se daría cuenta de inmediato de que va a ser arrestado por terrorista. Podrían ejecutarle ahí mismo. La antena de la chimenea es motivo suficiente para una ejecución.

Werner podría golpear la puerta y hacer que se llevaran al viejo. Así se convertiría en un héroe.

La niebla comienza a desvanecerse con la luz. En algún lugar alguien abre una puerta y vuelve a cerrarla. Werner recuerda cómo Jutta escribía un frenético y garabateado «El profesor, Francia» en el sobre y luego echaba sus cartas en el buzón de la plaza. Imaginando que su voz podría llegar hasta los oídos de él como la voz de él había llegado a sus oídos. Una posibilidad entre diez millones.

Durante toda la noche ha estado practicando mentalmente el francés: Avant la guerre. Je vous ai entendu à la radio. Mantendrá el rifle sobre el hombro y las manos a los lados, tendrá un aspecto pequeño y delicado, no supondrá ninguna amenaza. El viejo se sorprenderá pero podrá manejar su miedo. Le escuchará. Pero mientras Werner está en pie en medio de la niebla que se desvanece lentamente al fondo de la rue Vauborel preparando lo que quiere decir, la puerta principal del número 4 se abre y quien sale no es un viejo y eminente científico sino una muchacha, una delgada y hermosa muchacha de pelo caoba con la cara cubierta de pecas, lleva gafas y un vestido gris y una mochila al hombro. Se dirige a la izquierda, directamente hacia él, y el corazón de Werner se encoge en su pecho.

La calle es muy estrecha, se dará cuenta de que la está mirando. Pero la cabeza de la muchacha está inclinada de una manera muy particular, con el rostro ladeado. Werner ve el bastón, las lentes opacas de las gafas y comprende que es ciega.

El bastón repiquetea sobre los adoquines, está a unos veinte pasos de distancia. Nadie parece estar observando, todas las cortinas están echadas. Quince pasos. Sus medias tienen agujeros, los zapatos son demasiado grandes y los cuadros de lana de su vestido están cubiertos de manchas. Diez pasos, cinco. Pasa a la distancia de un brazo extendido, es ligeramente más alta que él. Sin pensar, sin entender casi lo que está haciendo, Werner comienza a seguirla. La punta de su bastón tiembla al ir tanteando el arroyo de la calzada, buscando cada una de las alcantarillas. Camina como una bailarina que danza sobre zapatillas moviendo los pies como si fueran manos, una pequeña embarcación llena de gracia que se mece en la niebla. Gira a la derecha, luego a la izquierda, avanza media manzana y entra por la puerta abierta de una tienda. Sobre la puerta hay un cartel rectangular que dice: «Boulangerie».

Werner se detiene. La niebla pasa a jirones sobre su cabeza desvelando un cielo azul de verano. Una mujer riega las flores y un viejo en gabardina pasea un caniche. En un banco hay un cetrino sargento mayor alemán con ojeras que baja el periódico, mira directamente a Werner y luego lo vuelve a alzar.

¿Por qué le tiemblan las manos a Werner? ¿Por qué apenas puede contener la respiración?

La chica sale de la panadería, baja con seguridad del bordillo y se dirige directamente hacia él. El caniche mea sobre el empedrado y la chica gira bruscamente a la izquierda para evitarlo. Se acerca a Werner por segunda vez, sus labios se mueven suavemente como si fuera contando para sí misma (deux trois quatre) y pasa tan cerca que casi podría contar las pecas de su nariz, sentir el aroma a pan que sale de su mochila. Un millón de gotitas de humedad brillan sobre su vestido de lana y sobre su pelo ondulado y la luz la recorta en un reborde de plata.

Él se queda inmóvil. Cuando la ve pasar, su largo y pálido cuello le parece increíblemente vulnerable.

Ella no nota su presencia. Parece que no percibe nada que no sea la mañana. Esto, piensa Werner, es la pureza de la que tanto hablaban siempre en Schulpforta.

Presiona su espalda contra al muro. La punta del bastón pasa apenas a un centímetro de la punta de su bota. Al segundo siguiente ella ya ha pasado, el vestido se mece suavemente, el bastón oscila de un lado a otro y Werner la contempla mientras se aleja calle arriba hasta que la niebla la cubre por completo.

La luz que no puedes ver
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