Saint-Malo
Las puertas se desprenden de sus bisagras. Los ladrillos se convierten en polvo. Enormes y dilatadas nubes de tiza, de tierra y de granito suben como a borbotones hacia el cielo. Los doce bombarderos han dado la vuelta y se han realineado sobre el Canal antes de que los tejados de las casas que han volado por los aires hayan terminado de caer sobre las calles. Las llamas cubren las paredes, los coches aparcados arden igual que las cortinas, las lámparas, los sofás, los colchones y los más de veinte mil volúmenes de la biblioteca pública. Los fuegos se desbordan y suben, trepan por las murallas como una marea y rompen contra las avenidas esparciéndose sobre los tejados y los aparcamientos. El humo persigue al polvo, la ceniza persigue al humo. El puesto de periódicos arde.
Desde los sótanos y bodegas de la ciudad los habitantes de Saint-Malo rezan en voz alta: «Señor, protege a esta ciudad y a su gente, no nos abandones. Amén». Los ancianos buscan lámparas de aceite, los niños chillan, los perros aúllan. En apenas un instante se ponen a arder las vigas de cuatrocientos años de toda una hilera de casas. Una parte de la ciudad vieja, la que da a la muralla oeste, se convierte en una tormenta de fuego en la que las puntas de las llamas alcanzan casi los noventa metros de altura. Es tanta la necesidad de oxígeno que las llamas devoran objetos pesadísimos, las marquesinas de las tiendas se desprenden de sus soportes por el calor, un pesado seto en una maceta se desliza sobre los escombros y revienta. Los vencejos huyen de las chimeneas, son salpicados por el fuego, bajan en picado por encima de la muralla como chispas encendidas y se arrojan al mar.
En la rue de la Crosse, el hotel de Las Abejas queda suspendido en el aire, levantado por una llama en espiral un instante antes de regresar a la superficie en forma de lluvia.