Adiós, niña ciega
La guerra impone su signo de interrogación. Se distribuyen circulares. Deben protegerse las colecciones. Un pequeño ejército de mensajeros ha comenzado a trasladar las cosas a las ciudades de provincia. Los candados y las llaves son más demandados que nunca. El padre de Marie-Laure trabaja hasta la medianoche, hasta la una. Cada cajón debe quedar bajo llave, cada comprobante de aduana debe guardarse en un sitio seguro. Los camiones blindados retumban en los muelles de carga. Hay fósiles y antiguos manuscritos que deben protegerse, perlas, pepitas de oro y un zafiro del tamaño de un ratón. Y entre ellos debe estar también, piensa Marie-Laure, el Mar de Llamas.
En cierta forma la primavera parece tranquila: cálida, suave, todas las noches perfumadas y serenas, pero todo irradia tensión, como si la ciudad hubiese sido construida sobre un globo y alguien lo estuviese inflando con intención de hacerlo estallar.
Las abejas trabajan en los florecientes senderos del Jardin des Plantes. Los plátanos dejan caer sus semillas y nubarrones enormes de pelusa sobre los paseos.
Si atacan… Pero por qué iban a atacar, un ataque sería una locura.
Retirarse es salvar vidas.
Se interrumpen las entregas. Aparecen sacos de arena alrededor de las puertas del museo. Un par de soldados observan los jardines con prismáticos desde el techo de la galería de Paleontología, pero la descomunal cúpula del cielo permanece inalterable: nada de zepelines ni bombarderos ni de heroicos paracaidistas, solo el sonido de los pájaros que regresan de sus hogares de invierno y los vientos imprevisibles de la primavera que cada día se acercan más a las pesadas y verdes brisas del verano.
Rumores, luz, aire. Marie-Laure no recuerda un mayo tan hermoso como ese. Cuando despierta la mañana de su duodécimo cumpleaños no hay ninguna caja secreta en el lugar del azucarero. Su padre está demasiado ocupado. Pero hay un libro: el segundo volumen en braille de Veinte mil leguas de viaje submarino, un ejemplar grueso como un cojín de sofá.
Cuando acaricia la cubierta, la emoción le hace temblar los dedos.
—¿Cómo…?
—De nada, Marie.
Las paredes del piso tiemblan cuando algún vecino arrastra los muebles, carga los camiones o cierra de golpe las ventanas. Caminan hacia el museo y su padre comenta distraído al vigilante que se encuentra en la puerta:
—Dicen que es como si estuviéramos intentando contener el mar.
Marie-Laure se sienta en el suelo de la conserjería y abre el libro. Al final de la primera parte el profesor Aronnax había recorrido solo seis mil millas. Quedaban muchas por recorrer, pero ocurre algo extraño: las palabras no se conectan. Lee: «Durante todo el día un impresionante grupo de tiburones siguió el barco…». Pero la lógica que se supone que debería unir las palabras la ha abandonado.
Alguien dice:
—¿Ya se ha marchado el director?
Otro contesta:
—Al final de esta semana.
La ropa de su padre huele a paja. Sus dedos apestan a aceite. Trabajo, más trabajo y unas pocas horas de sueño antes de regresar al museo al amanecer. Los camiones transportan esqueletos, meteoritos, pulpos en frascos, muestras de hojas, oro egipcio, marfil de Sudáfrica y fósiles de la era pérmica.
El 1 de junio los aviones cruzan la ciudad a gran altura atravesando las nubes. Cuando el viento cede y no hay máquinas encendidas alrededor, Marie-Laure sale fuera de la galería de Zoología y puede oírlos: son un ronroneo a un kilómetro y medio de distancia. Al día siguiente comienzan a desaparecer las estaciones de radio. Los guardias dan palmadas a sus radios en la cabina de vigilancia, las inclinan de un lado a otro pero del altavoz solo sale el sonido de la estática, es como si cada antena fuera la luz de una vela y unos dedos gigantes hubieran aparecido y las hubieran apagado.
Las últimas noches en París, cuando regresa a casa junto a su padre con el enorme libro apretado contra el pecho, Marie-Laure cree sentir un temblor en el aire, en los intervalos entre los sonidos de los insectos, igual que las grietas en la superficie del hielo cuando se apoya demasiado peso sobre él. Como si durante todo este tiempo la ciudad no hubiese sido más que una maqueta a escala construida por su padre y la sombra de una mano enorme hubiese caído sobre ella.
¿Acaso suponía que iba a vivir el resto de su vida con su padre en París? ¿Que iba a poder pasar todas las tardes en compañía del doctor Geffard? ¿Que en todos sus cumpleaños su padre le iba a regalar una caja secreta y una novela y que ella iba a poder leer todos los libros de Julio Verne, de Dumas y quizá de Balzac y de Proust? ¿Que su padre iba a tararear todas las noches mientras modelaba pequeños edificios y que ella siempre iba a saber cuántos pasos hay desde la puerta principal hasta la panadería (cuarenta) o cuántos hasta el restaurante (treinta y dos) y que siempre iba a haber azúcar para endulzar el café en el desayuno?
Bonjour, bonjour.
Patatas a las seis en punto, Marie. Champiñones a las tres.
¿Y ahora? ¿Qué va a pasar ahora?