Taller de reparación

El ingeniero Bernd se retuerce de dolor y aprieta la cara contra el respaldo del sillón dorado. Siente que algo no va bien en su pierna y que hay algo que va todavía peor en su pecho.

La radio no funciona. El cable de alimentación se ha roto y la antena superior se ha perdido. A Werner no le sorprendería que el panel selector también estuviera quebrado. Bajo la débil luz ámbar de la linterna de Volkheimer descubre, uno tras otro, los enchufes desgarrados.

Al parecer el bombardeo le ha hecho perder la capacidad auditiva del oído izquierdo. El derecho, al menos hasta donde puede comprobar de momento, está regresando poco a poco. Comienza a escuchar algo tras el pitido.

El crepitar de las llamas mientras se apagan.

El quejido del hotel sobre su cabeza.

Una extraña mezcla de cosas que gotean.

Volkheimer que da golpes intermitentes y enloquecidos a los escombros que bloquean la escalera. Al parecer la técnica de Volkheimer es la siguiente: se agacha bajo el techo combado y se arrastra con una retorcida barra de acero en la mano. Enciende la linterna y busca en el montón de escombros cualquier cosa que pueda sacar tirando de ella. Memoriza las posiciones. Luego apaga la linterna para reservar batería y se dirige al objetivo en la oscuridad. Pero cuando regresa la luz el desastre de la escalera tiene el mismo aspecto que antes. Un revoltijo de metal, ladrillos y madera tan denso que ni siquiera veinte hombres podrían atravesarlo.

«Por favor», dice Volkheimer y Werner no podría decir si Volkheimer se da cuenta de que está hablando en voz alta. Lo escucha con el oído derecho como si se tratara de una plegaria distante. Dice: «Por favor, por favor», como si todo en esta guerra hubiese sido tolerable para ese Frank Volkheimer de veintiún años excepto esta última injusticia.

El fuego que arde sobre sus cabezas absorbe los restos de oxígeno que quedan en el agujero. Deberían haberse asfixiado ya. Las deudas pagadas, las cuentas resueltas. Pero todavía respiran. Las tres vigas astilladas del techo sostienen solo Dios sabe cuánto peso: diez toneladas de un hotel carbonizado más los cadáveres de ocho hombres de la antiaérea y una masa incalculable de artillería sin explotar. Es posible que Werner, por sus diez mil pequeñas traiciones, y Bernd, por sus innumerables crímenes, y Volkheimer, por ser instrumento y ejecutor de órdenes, la cuchilla del Reich, tengan que pagar todavía un precio mayor, tal vez quede por dictarse una sentencia final.

Al principio fue el sótano de un corsario, diseñado para guardar oro, armas y todo su excéntrico equipamiento de apicultor. Luego se convirtió en una bodega. A continuación el escondite de un manitas, un Atelier de réparation, piensa Werner, una cámara en la que se reparan cosas, un lugar tan apropiado como cualquier otro. Sin duda hay gente en el mundo que piensa que ellos tres todavía tienen algo que reparar.

La luz que no puedes ver
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