La llave
Está sentada en su laboratorio tocando una tras otra las conchas de Dosinia sobre la bandeja. Los recuerdos iluminan el pasado: el tacto de la pernera del pantalón de su padre cuando caminaba agarrada a ella, las pulgas de arena escabulléndose alrededor de sus rodillas, el submarino del capitán Nemo vibrando con su música fúnebre, flotando en la oscuridad.
Sacude la pequeña casa aunque sabe que no ofrecerá ningún indicio.
Él regresó a por ella. Se la llevó. Murió con ella. ¿Qué tipo de muchacho era? Ella recuerda la forma en que se sentó y hojeó aquel libro de Etienne.
Pájaros, dijo. Un pájaro tras otro.
Se ve a sí misma saliendo de la ciudad humeante, alzando la funda blanca de una almohada. Cuando él la pierde de vista, da media vuelta y regresa hasta la puerta de Hubert Bazin. La muralla no es más que un bastión en ruinas sobre él. El mar está inmóvil al fondo de la gruta. Le ve resolver el secreto de la pequeña casa. Tal vez deja caer el diamante en el charco entre los miles de caracolas. A continuación cierra la caja secreta, echa la llave y se marcha corriendo.
O pone la piedra de nuevo en el interior de la casa.
O la desliza en el interior de su bolsillo.
En su memoria oye el susurro del doctor Geffard: Algo pequeño y hermoso, o algo de mucho valor. Solo los más fuertes pueden sobreponerse a ese tipo de sentimientos.
Dobla la chimenea noventa grados, se desliza tan suavemente como si su padre la acabara de construir. Cuando trata de correr el primero de los tres paneles de madera encuentra que está bloqueado, pero con la punta de un bolígrafo consigue levantar los paneles, uno, dos, tres.
Algo se desliza en la palma de su mano.
Una llave de hierro.