Madame Manec

Tan pronto como el padre pronuncia su nombre, la respiración que se oye al otro lado de la puerta se convierte en un jadeo, un aliento contenido. La puerta se abre y la verja chirría.

—Dios santo —dice la voz de una mujer—, con lo pequeño que eras…

—Es mi hija, madame, Marie-Laure. Marie-Laure, ella es madame Manec.

Marie-Laure hace una pequeña reverencia. La mano que le acaricia la mejilla parece fuerte como la de un geólogo o un jardinero.

—Dios mío, no hay nada que el destino no pueda llegar a unir. Pero, querida, mírate esas medias. ¡Y cómo tienes los talones! Debes de estar muerta de hambre.

Entran a un estrecho recibidor. Marie-Laure oye que se cierra la verja y a continuación que la mujer echa el cierre a la puerta tras ellos. Dos cerrojos y una cadena. Se encuentran en una habitación que huele a hierbas y a masa: una cocina. Su padre le desabrocha el abrigo y la ayuda a sentarse.

—Le estamos muy agradecidos, sé que es muy tarde —dice, pero la anciana madame Manec es rápida, eficaz y resulta evidente que se ha sobrepuesto a la sorpresa inicial. No presta atención a los agradecimientos y acerca la silla de Marie-Laure a la mesa. Alguien enciende una cerilla, llena de agua una cacerola y abre y cierra una nevera. Después oye el silbido del gas y el tintineo del metal. Un instante más tarde, sobre la cara de Marie-Laure hay una toalla caliente. Y enfrente una jarra de agua dulce y fresca. Cada sorbo es una bendición.

—La ciudad está totalmente abarrotada de gente —dice madame Manec con su pronunciación de cuento de hadas mientras se mueve de un lado a otro. No debe ser muy alta, lleva unos zapatos pesados y compactos. Tiene una voz profunda y rasposa como la de un marinero o un fumador—. Algunos pueden permitirse hoteles o alquileres, pero la mayoría está en almacenes o en graneros y no hay comida para todos. Les dejaría quedarse aquí pero ya conoces a tu tío, puede que se moleste. No hay gasolina ni queroseno y hace mucho que se fueron los barcos ingleses. Quemaron todo antes de marcharse, al principio no me lo podía creer, pero Etienne oía las noticias todo el tiempo por la radio.

Alguien parte un huevo. La mantequilla se derrite en una sartén caliente. Su padre hace un resumen del viaje, de las estaciones de tren y de las muchedumbres atemorizadas y omite la parada en Evraux, pero la atención de Marie se pierde pronto en los perfumes que hay a su alrededor: el huevo, las espinacas y el queso derretido.

Llega una tortilla. Ella pone el rostro sobre el vapor.

—¿Me podría dar un tenedor?

La anciana se ríe: una risa que a Marie-Laure le agrada de inmediato. Un segundo después alguien le pone un tenedor en la mano.

Los huevos saben como nubes, como hilos de oro.

—Creo que le gusta —dice madame Manec, y vuelve a reír.

Una segunda tortilla aparece poco después. Ahora es su padre quien come con avidez.

—¿Te gustan los melocotones, querida? —murmura madame Manec y Marie-Laure oye el sonido de una lata que se abre y el almíbar derramándose sobre una taza. A los pocos segundos siente en la boca cucharadas de una luz húmeda.

—Marie —murmura su padre—, esos modales.

—Pero es que…

—Tenemos más que de sobra, come todo lo que quieras, niña. Los hago todos los años.

Cuando Marie termina la segunda lata de melocotones, madame Manec le limpia los pies con un paño, sacude su abrigo y apila los platos sucios.

—¿Quieres un cigarrillo?

Su padre suspira agradecido, enciende una cerilla y exhala el humo.

Se abre una puerta o una ventana y Marie-Laure escucha el hipnótico sonido del mar.

—¿Y Etienne? —pregunta el padre.

—Un día se encierra como un cadáver y al siguiente devora como un albatros —contesta madame.

—¿Aún no…?

—No, desde hace veinte años.

Quizá los mayores dicen alguna cosa más, tal vez Marie-Laure debería sentir más curiosidad sobre ese tío abuelo que ve cosas que no existen y sobre el destino de todos y de todo lo que ha conocido hasta ahora, pero tiene el estómago lleno y la sangre se ha vuelto un flujo tibio en sus arterias. Al otro lado de la ventana, más allá de las paredes, el océano ruge y solo un montón de piedras la separan de él, la orilla de la Bretaña, el alféizar más grande de Francia… Y puede que los alemanes estén en este instante avanzando inexorables como la lava, pero Marie-Laure se desliza hacia algo parecido a un sueño o quizá al recuerdo de un sueño: tiene seis o siete años, acaba de quedarse ciega y su padre está sentado junto a ella en una silla, tallando alguna pequeña pieza de madera mientras fuma y la noche se desploma sobre los cientos de miles de tejados y chimeneas de París. Las paredes que la rodean se disuelven y también los techos, la ciudad entera se desintegra hasta convertirse en humo y el sueño cae sobre ella como una sombra.

La luz que no puedes ver
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