El fuerte de La Cité

El sargento mayor Von Rumpel trepa por una escalera en la oscuridad. Siente los nódulos linfáticos a ambos lados del cuello presionando el esófago y la tráquea. Su peso es como el de un trapo sobre los peldaños.

Los dos artilleros que están en la torreta le observan por debajo de sus cascos. No le ofrecen ayuda, no saludan, la torreta está coronada con una cúpula de hierro y su función principal es cubrir las armas más grandes posicionadas más abajo. Desde allí hay una vista del mar hacia el oeste, los acantilados a sus pies, cubiertos de redes de alambre y, al otro lado del agua, a medio kilómetro de distancia, Saint-Malo en llamas.

La artillería se ha detenido un instante y los pequeños incendios que han provocado al otro lado de la muralla crecen hasta alcanzar su máximo esplendor. El límite occidental de la ciudad se ha convertido en un holocausto rojo y carmín desde el que se alzan numerosas columnas de humo. La más grande se ha convertido en un pilar de cenizas y vapor que se hincha como la erupción de un volcán. En la distancia el humo tiene un aspecto extrañamente sólido, como si hubiese sido tallado en una madera luminosa. A lo largo de todo el perímetro saltan chispas, caen cenizas y ondean documentos administrativos: planos, órdenes de compra, expedientes fiscales.

Von Rumpel contempla con prismáticos lo que parecen ser murciélagos en llamas que se alejan huyendo por encima de la muralla. Del interior de una casa brota un manantial de chispas (tal vez un transformador eléctrico o un depósito de gasolina o una bomba de acción retardada). Le parece como si un rayo hubiera sacudido la ciudad desde el interior.

Uno de los artilleros hace comentarios poco ingeniosos sobre el humo, sobre un caballo muerto que se ve en la base de la muralla y sobre la intensidad del fuego en ciertos cuadrantes. Parecen viejos aristócratas contemplando desde las tribunas un fortín en guerra en la época de las cruzadas. Von Rumpel estira el cuello de la camisa sobre los bultos de su garganta e intenta tragar.

Sale la luna y el cielo se ilumina desde el oriente. El borde de la noche se aleja, llevándose con él una a una las estrellas hasta que solo quedan dos. Vega, quizá. O Venus. Nunca lo supo.

—Ha caído la aguja de la catedral —dice el segundo artillero.

Hace apenas un día, sobre los zigzagueantes tejados, la aguja de la catedral apuntaba hacia arriba, más alta que todo lo demás. Esta mañana ya no es así. El sol no tarda en salir por el horizonte y las llamas naranjas dan paso a un humo negro que se alza desde la muralla occidental, cubriendo como una membrana la ciudadela.

Por fin el humo se abre durante unos segundos lo suficiente como para que Von Rumpel pueda contemplar el interior del dentado laberinto de la ciudad y encontrar lo que está buscando: la planta superior de una casa alta con una amplia chimenea. Se ven dos ventanas, los cristales están rotos. Uno de los postigos cuelga, los otros tres permanecen en su lugar.

El número 4 de la rue Vauborel. Sigue intacto. Pasa un segundo y un velo de humo vuelve a cubrir la casa.

Un solitario avión cruza el cielo azul, increíblemente alto. Von Rumpel baja por la escalera y regresa a los túneles subterráneos del fuerte. Trata de no cojear, de no pensar en los bultos de su ingle. En el comedor bajo tierra los hombres están apoyados en las paredes y comen avena a cucharadas del hueco de sus cascos. De forma intermitente los focos de luz eléctrica los iluminan o los sumergen en la sombra.

Von Rumpel se sienta sobre una caja de municiones y come queso de un tubo. El coronel al mando de la defensa de Saint-Malo se ha dirigido a esos hombres, les ha dado un discurso sobre la valentía, sobre cómo la división Hermann Göring romperá las líneas americanas en Avranches, sobre los refuerzos que llegarán desde Italia y posiblemente desde Bélgica, tanques y Stukas, camiones cargados con morteros de cincuenta y cinco milímetros, sobre la gente que sigue en Berlín y que cree en ellos como las monjas creen en Dios. Nadie debe abandonar su puesto y si lo hace será ejecutado como desertor. Von Rumpel, por su parte, solo piensa en la vid que crece dentro de él, una vid negra cuyas ramas se han estirado por el abdomen y han crecido dentro de sus brazos y de sus piernas. Aquí, en esta fortaleza peninsular a las afueras de Saint-Malo, lejos de las tropas de retirada, es solo una cuestión de tiempo que los canadienses, los británicos y los americanos de ojos claros de la División 83 entren en la ciudad y registren las casas buscando a los saqueadores alemanes para hacerles lo que sea que les hagan cuando los toman prisioneros.

No es más que una cuestión de tiempo que esa negra vid llegue hasta su corazón.

—¿Qué ha dicho? —pregunta un soldado que está a su lado.

Von Rumpel se da la vuelta.

—Yo no he dicho nada.

El soldado sigue comiendo la avena en su casco.

Von Rumpel aprieta los últimos restos del repugnante y salado queso y deja caer el tubo vacío entre sus pies. La casa sigue ahí. Su ejército todavía tiene la ciudad. Durante algunas horas el fuego seguirá ardiendo y los alemanes regresarán como hormigas hasta sus posiciones para luchar un día más.

Él esperará. Esperará y esperará y esperará y, cuando se retire el humo, entrará él.

La luz que no puedes ver
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