El Mar de Llamas
La superficie está cubierta por cientos de facetas. Una y otra vez lo levanta y lo vuelve a bajar de inmediato como si le quemara los dedos. El arresto de su padre, la desaparición de Hubert Bazin, la muerte de madame Manec… ¿Puede tan solo una piedra ser la culpable de tanto dolor? Escucha la voz jadeante y con olor a vino del doctor Geffard: Tal vez alguna reina escita haya bailado durante toda una noche llevándolo encima. Y hasta puede que haya llegado a provocar alguna guerra.
Quien tuviera la piedra viviría para siempre, pero caerían todo tipo de desgracias sobre las personas a las que amara, una tras otra, como en una lluvia incesante.
Las cosas son solo cosas. Y las historias son solo historias.
Seguro que esta piedra es lo que el alemán busca. Debería abrir los postigos y tirarla a la calle, dársela a alguien, a cualquiera. Salir de la casa y arrojarla al mar.
Etienne sube por la escalera de mano al desván. Ella oye el crujido del suelo sobre su cabeza y la forma en la que enciende el transmisor. Se mete la piedra en el bolsillo, recoge la casita de la maqueta y cruza el descansillo, pero se detiene antes de llegar al armario. Su padre debía creer que era real, ¿por qué si no habría hecho la casa como una elaborada caja secreta? ¿Por qué la habría dejado en Saint-Malo si no fuera por el miedo de que le confiscaran la piedra en su viaje de regreso? ¿Por qué la había dejado a ella también?
Por lo menos debe lucir como un diamante azul que vale veinte millones de francos. Algo lo bastante real como para convencer a papá. Y si parece real: ¿qué hará su tío cuando se lo enseñe? ¿Y cuando le diga que tienen que arrojarla al océano?
Puede oír la voz del chico del museo: ¿Cuándo has visto tú a alguien capaz de tirar al mar cinco Torres Eiffel?
¿Quién querrá participar en algo así? ¿Y qué hay de la maldición? ¿Qué sucederá si la maldición es real? ¿Y se lo entrega a él?
Pero las maldiciones no son reales. La Tierra no es más que magma, placas continentales y océanos. Gravedad y tiempo, ¿no es así? Cierra el puño, regresa a su habitación y vuelve a poner la piedra en el interior de la casa. Coloca otra vez los paneles del techo en su lugar. Dobla la chimenea noventa grados y se mete la casa en el bolsillo.
Bien pasada la medianoche se oye una marea impresionante, enormes olas estallan contra la base de las murallas, un mar verde y gasificado arroja columnas de espuma iluminadas por la luna. Marie-Laure despierta con el sonido de Etienne llamando a su puerta.
—Voy a salir.
—¿Qué hora es?
—Casi el amanecer. Estaré fuera solo una hora.
—¿Por qué tienes que salir?
—Es mejor que no lo sepas.
—¿Y el toque de queda?
—Seré rápido.
Eso dice su tío abuelo, alguien que jamás ha sido rápido en nada en estos cuatro años que han pasado desde que le conoce.
—¿Y qué harás si empiezan los bombardeos?
—Casi está amaneciendo, Marie. Tengo que salir ahora que todavía está oscuro.
—¿Bombardearán las casas cuando lleguen, tío?
—No bombardearán ninguna casa.
—¿Acabará pronto?
—Tan pronto como un pestañeo. Tú descansa, Marie-Laure. Cuando despiertes habré regresado, no te preocupes.
—¿Puedo leerte un poco, ahora que estoy despierta? Estamos a punto de terminar.
—Cuando regrese lo terminaremos juntos.
Intenta calmar sus pensamientos, ralentizar su respiración. Intenta no pensar en la pequeña casa que ahora está bajo su almohada ni en la terrible carga que hay en su interior.
—Etienne —susurra Marie-Laure—, ¿alguna vez te has arrepentido de que hayamos venido a tu casa? De que me hayan dejado aquí y de que madame Manec y tú me hayáis tenido que cuidar. ¿Alguna vez has sentido que soy como una maldición en tu vida?
—Marie-Laure —dice sin dudar mientras le aprieta una mano entre las suyas—, eres lo mejor que me ha pasado en la vida.
Algo parece estar formándose en medio del silencio, una marea, una gran ola que se alza. Pero Etienne se limita a repetir:
—Descansa. Cuando te despiertes habré regresado.
Ella cuenta sus pasos al bajar las escaleras.