Visitantes

Suena el timbre eléctrico en el número 4 de la rue Vauborel. Etienne LeBlanc, madame Manec y Marie-Laure dejan de masticar al unísono; cada uno de ellos piensa para sí: me han descubierto. El transmisor en el desván, la reunión de mujeres en la cocina, los cientos de paseos por la playa.

—¿Espera a alguien? —pregunta Etienne.

—A nadie —contesta madame Manec. Las mujeres habrían llamado a la puerta de la cocina.

El timbre vuelve a sonar.

Los tres se acercan al vestíbulo. Madame Manec abre la puerta.

Son dos policías franceses. Están allí, explican, por petición del Museo de Historia Natural de París. El sonido de sus talones suena tan fuerte en el vestíbulo que casi hace estremecer los cristales de las ventanas. El primero está comiendo algo, una manzana tal vez, piensa Marie-Laure. El segundo huele a espuma de afeitar y a carne asada, es como si los dos vinieran de un banquete.

Los cinco (Etienne, Marie-Laure, madame Manec y los dos policías) se sientan en la cocina alrededor de la mesa cuadrada. Los hombres rechazan un cuenco con guiso. El primero se aclara la garganta.

—Justa o injustamente —dice—, le han condenado por robo y conspiración.

—Todos los prisioneros, políticos o de cualquier clase —dice el segundo—, están obligados a realizar trabajos forzados, incluso cuando no han recibido aún la sentencia.

—Los del museo han escrito a los guardias y a los directores de todas las prisiones de Alemania.

—Aún no sabemos en qué prisión está exactamente.

—Pensamos que podría ser Breitenau.

—De lo que estamos seguros es de que no ha tenido un juicio como corresponde.

La voz de Etienne se eleva en espiral desde el sitio al lado de Marie-Laure.

—¿Es una buena prisión? Quiero decir, ¿es mejor que otras?

—Me temo que en Alemania no hay buenas prisiones.

Un camión atraviesa la calle. El mar se extiende sobre la Plage du Môle a cincuenta y cinco metros de distancia. Ella piensa: no hacen más que decir palabras y las palabras son apenas sonidos que estos hombres modelan con su aliento, vapores sin peso que se disipan y mueren en el aire de la cocina. Dice:

—Han venido desde tan lejos para decirnos cosas que ya sabíamos.

Madame Manec le da la mano. Etienne murmura:

—No sabíamos nada sobre ese lugar, Breitenau.

—¿Le dijeron al museo que él había conseguido enviar dos cartas? —pregunta el primer policía.

—¿Podríamos verlas? —dice el segundo.

Etienne se retira contento, cree que por fin alguien se está haciendo cargo. Marie-Laure también debería estar contenta pero algo le hace sospechar. De pronto recuerda que la primera noche de la invasión, en París, mientras esperaban el tren, su padre le dijo: La gente solo se ocupa de sí misma.

El primer policía da otro mordisco a la manzana. ¿La están observando a ella? Estar tan cerca de ellos le hace sentirse mareada. Etienne regresa con las dos cartas y ella escucha cómo se pasan los papeles el uno al otro.

—¿Dijo algo antes de partir?

—¿Tenía algún tipo de actividad o encargo que debamos saber?

Su francés es bueno, muy parisino, pero ¿cómo saber a quién son leales? Si no corre la sangre de uno mismo por los brazos y las piernas de la persona que está al lado, no se puede confiar en nada. Marie-Laure siente que todo está comprimido y es acuático a su alrededor, como si los cinco estuvieran sumergidos en el interior de un turbio acuario repleto de peces y sus aletas les rozaran al pasar.

—Mi padre no es un ladrón —dice.

Madame Manec le aprieta la mano.

—Parecía preocupado por su trabajo, por su hija, por Francia por supuesto. ¿Quién no lo estaría? —dice Etienne.

—Mademoiselle —dice el primer policía dirigiéndose directamente a Marie-Laure—, ¿no le comentó nada en particular?

—Nada.

—Tenía muchas llaves en el museo.

—Devolvió sus llaves antes de marcharse.

—¿Podemos echar un vistazo a lo que trajo con él?

—¿Su bolsa, quizá? —añade el segundo.

—Se llevó la bolsa cuando el director le pidió que regresara —dice Marie-Laure.

—¿Podemos echar un vistazo de todas formas?

Marie-Laure siente que aumenta la tensión en la cocina. ¿Qué esperan encontrar? Piensa en el equipo de radio que está arriba: el micrófono, el transceptor, todos esos cables e interruptores.

—Por supuesto —dice Etienne.

Entran en todas las habitaciones de la tercera planta, la cuarta, la quinta. En la sexta entran en la vieja habitación de su abuelo y abren las puertas del enorme armario, cruzan el recibidor y se detienen frente a la maqueta de Saint-Malo que está en el cuarto de Marie-Laure. Se susurran algo al oído y vuelven a bajar las escaleras.

Hacen una única pregunta sobre las tres banderas francesas que están enrolladas en un armario de la segunda planta. ¿Por qué las conserva Etienne?

—Se está exponiendo al tenerlas en casa.

—No querrá que las autoridades piensen que son terroristas —acota el primero—, hay gente que ha sido arrestada por mucho menos.

No está claro si lo que les acaban de hacer es un favor. Marie-Laure piensa: «¿Se referían a papá?».

Los dos policías terminan su búsqueda, dan las buenas noches con perfecta educación y se marchan.

Madame Manec enciende un cigarrillo.

El guiso de Marie-Laure se ha enfriado.

Etienne revuelve la leña en la chimenea, pone una tras otra las banderas al fuego.

—Nunca más, nunca más —dice, la segunda vez un poco más fuerte que la primera—, no aquí.

—No han encontrado nada. No hay nada que encontrar —dice la voz de madame Manec.

La cocina se llena de un punzante olor a algodón quemado.

—Haga con su vida lo que quiera, madame —dice su tío abuelo—. Siempre me ha apoyado y yo la apoyaré a usted, pero no haga más esas cosas en esta casa, y no las haga con mi sobrina.

La luz que no puedes ver
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