En el desván
El alemán cierra las puertas del armario y se retira. Marie-Laure permanece en el peldaño inferior de la escalera de mano contando hasta cuarenta, sesenta, cien. El corazón lucha para oxigenar la sangre y la mente para aclarar la situación. Ahora regresa una de las frases que le leyó Etienne en voz alta: El corazón, que al agitarse en los animales más desarrollados aumenta sus pulsaciones y energía, en los caracoles, cuando son sometidos a una excitación semejante, ralentiza sus movimientos.
Ralentiza tu corazón. Flexiona los pies. No hagas ruido. Presiona el oído contra el falso panel del fondo del armario. ¿Qué oye? ¿Son polillas saliendo de los viejos abrigos de su abuelo? No oye nada.
Despacio, aunque es casi imposible, Marie-Laure se descubre adormecida.
Comprueba las latas en los bolsillos. ¿Cómo abrirlas sin hacer ruido?
Lo único que puede hacer es trepar. Son siete peldaños hasta el túnel triangular del desván. El techo de madera sin pintar desciende a dos aguas, apenas por encima de su cabeza.
El calor se ha acumulado ahí. No hay ventanas ni salidas. No puede huir hacia ninguna parte que no sea el lugar por el que ha entrado.
Con los dedos extendidos roza una vieja bacinilla, una sombrilla y una caja llena de quién sabe qué. Los tablones del suelo del desván son anchos como sus manos. Por experiencia conoce el ruido que hacen cuando alguien camina sobre ellos.
No golpees nada.
Si el alemán abre otra vez el armario, aparta las ropas, quita el panel y sube hasta el desván: ¿qué hará? ¿Golpearle con la sombrilla? ¿Clavarle el cuchillo de pelar?
Gritar.
Morir.
Papá.
Gatea a lo largo de la viga central de la cual salen el resto de los tablones del suelo hacia el muro de piedra de la chimenea que está al fondo. La viga central es más gruesa y tiene que ser más silenciosa. Espera no haberse desorientado. Espera que él no esté a sus espaldas sosteniendo una pistola. Los murciélagos chirrían de forma casi inaudible en el conducto de la ventilación del desván y en algún lugar lejano, en un barco tal vez, o en algún camino más allá de Paramé, suena la artillería pesada.
Crac. Pausa. Crac. Pausa. A continuación un largo grito mientras el proyectil se acerca volando y luego el bum cuando revienta en una de las islas lejanas.
Desde algún lugar más allá de los pensamientos se alza un terror fantasmal, alguna trampilla interior que ella tiene que superar de inmediato y sobreponerse con todo su peso, dejarla atrás y echar el cerrojo. Se quita el abrigo y lo extiende sobre el suelo. No se atreve a acostarse sobre él por temor al ruido que sus rodillas provocarán en los listones. El tiempo pasa. No se oye nada abajo. ¿Se ha ido? ¿Tan rápido?
Por supuesto que no se ha ido. Al fin y al cabo ella también sabe por qué está aquí.
A su izquierda encuentra algunos cables eléctricos que recorren el suelo. Frente a ella se encuentra la caja con las viejas grabaciones de Etienne. El gramófono de cuerda, la vieja grabadora, la palanca que solía utilizar para subir la antena por la chimenea.
Se abraza las rodillas contra el pecho e intenta respirar por los poros de la piel sin hacer ruido, como un caracol. Tiene las dos latas. El ladrillo. El cuchillo.