El Mar de Llamas
Proviene de los derretidos cimientos del mundo, a doscientos cincuenta kilómetros de profundidad. Un cristal tejido por otros cristales. Carbón puro, con cada uno de sus átomos unidos a cuatro vecinos equidistantes, un tejido en octaedro perfecto, sin igual en cuanto a dureza. Ya es viejo: insondable. Una cantidad incalculable de eones que ruedan en el pasado. La tierra gira, se encoge, se estira. Un año, un día, una hora, un enorme borbotón de magma recoge un tejido de cristales y los lleva hacia la superficie durante kilómetros y kilómetros de fuego ardiente, y lo enfría en el interior de un fabuloso y humeante xenolito de kimberlita y espera allí. El paso de un siglo tras otro. Lluvia, viento, kilómetros cúbicos de hielo. El lecho de roca se convierte en canto rodado. Los cantos rodados se convierten en piedra. El hielo se retira, se forma un lago, y galaxias de almejas de agua dulce abren sus millones de conchas hacia el sol y se cierran y mueren y el agua del lago se filtra. Bosques de árboles prehistóricos se alzan y caen y se alzan otra vez en sucesión perpetua hasta que otro año, otro día, otra hora, cuando una tormenta araña una piedra que se ha desprendido de un cañón y la envía repiqueteando hasta un depósito aluvial, llama la atención de un príncipe que solo Dios sabe qué andaba buscando.
Es cortada y pulida, y por un instante pasa por las manos de los hombres. Otra hora, otro día, otro año. No es más que un bulto de carbón del tamaño de una castaña envuelto en algas, rodeado de conchas y caracolas, confundido entre los guijarros.