Examen de ingreso

Los exámenes de ingreso a los Institutos Político-Nacionales de Educación se realizan en Essen, veintinueve kilómetros al sur de Zollverein, dentro de un sofocante salón de baile en el que un trío de radiadores del tamaño de una furgoneta funcionan enchufados a la pared del fondo. Uno de los radiadores emite un sonido metálico y suelta vapor durante todo el día, a pesar de los repetidos intentos por apagarlo. Las banderas del Ministerio de Guerra colgadas de los mástiles son enormes como tanques.

Hay cien reclutas, todos varones. Un representante de los alumnos que lleva un uniforme negro los ordena en filas de cuatro. Cuando camina de un lado al otro las medallas tintinean en su pecho.

—Estáis intentando ingresar en una de las escuelas más selectas del mundo —declara—, los exámenes durarán ocho días. Únicamente quedarán los más puros, los más fuertes.

Un segundo representante reparte los uniformes: camisa blanca, pantalones cortos blancos, calcetines blancos. Los reclutas se quitan la ropa sin moverse del lugar que ocupan.

Werner cuenta otros veintiséis de su edad. Menos dos, el resto son todos más altos que él. Exceptuando a tres, son todos rubios. Ninguno lleva gafas.

Pasan toda la primera mañana con sus nuevos uniformes blancos rellenando cuestionarios en carpetas. Los únicos sonidos que oyen son los lápices, los pasos de los examinadores y el sonido metálico del enorme radiador.

«¿Dónde nació tu abuelo? ¿De qué color son los ojos de tu padre? ¿Ha trabajado tu madre en alguna oficina?». De las ciento diez preguntas referidas a su linaje, Werner solo puede contestar con precisión dieciséis. El resto son suposiciones.

«¿De dónde es tu madre?».

No hay opciones para usar tiempos en pasado. Escribe: «Alemania».

«¿De dónde es tu padre?».

«Alemania».

«¿Qué idioma habla tu madre?».

«Alemán».

Recuerda a frau Elena esa misma mañana, en camisón y de pie bajo la lámpara del pasillo, terminando de hacerle la maleta mientras duermen el resto de los chicos. Parece perdida, aturdida, como si no pudiera absorber la velocidad con la que están cambiando las cosas a su alrededor. Le dice que está orgullosa, que tiene que dar lo mejor.

—Eres un chico inteligente. Lo harás bien —asegura, mientras le arregla una y otra vez el cuello de la camisa.

Y cuando él le contesta: «Es solo una semana», los ojos de frau Elena se empiezan a llenar lentamente de lágrimas como si una corriente interna la estuviera desbordando.

A primera hora de la tarde, les ordenan correr. Pasan gateando bajo los obstáculos, hacen flexiones, trepan sogas que cuelgan del techo…; cien niños cumpliendo impecablemente las pruebas, intercambiables en sus uniformes blancos como si fueran ganado ante los ojos de los examinadores. Werner queda noveno en las carreras cortas, penúltimo en las pruebas de trepar las sogas. Jamás será lo bastante bueno.

A última hora de la tarde los muchachos se dispersan por el recibidor; algunos se encuentran con unos orgullosos padres que llegan a buscarlos en coches, y otros desaparecen resueltamente en grupitos de dos o de tres por las calles: todos parecen tener muy claro adónde dirigirse. Werner se aleja solo hacia un espartano hotel que queda a seis manzanas, en el que alquila una cama por dos marcos la noche y descansa entre el murmullo de los huéspedes de paso, oyendo a las palomas, las campanadas y el vibrante tráfico de Essen. Es la primera noche que pasa fuera de Zollverein en su vida y no puede dejar de pensar en Jutta, en que no le ha vuelto a dirigir la palabra desde que descubrió que había destruido la radio, en que lo miró con un gesto tan acusador que tuvo que retirar la mirada. Los ojos de ella decían: «Me has traicionado». ¿No intentaba protegerla acaso?

A la mañana siguiente tienen lugar los exámenes raciales. No le cuestan demasiado, solo debe levantar los brazos o mantenerse sin parpadear mientras un inspector le revisa las pupilas con una linterna de bolsillo. Suda y se mueve. El corazón le palpita excesivamente. Un técnico con aliento a cebolla que lleva una bata de laboratorio mide la distancia entre las sienes de Werner, la circunferencia de la cabeza, el grosor y la forma de sus labios. Usan aparatos ortopédicos para medirle los pies, el largo de los dedos y la distancia entre los ojos y el ombligo. Le miden el pene. Calculan el ángulo de su nariz con un transportador de madera.

Un segundo técnico evalúa el color de sus ojos comparándolos con una escala cromática en la que se exponen unos sesenta tonos diferentes de azul. El color de Werner es el himmelblau, azul cielo. Para clasificar el color de su pelo le corta un mechón y lo compara con una treintena de mechones sujetos sobre una tabla y ordenados del más oscuro al más claro.

Schnee —murmura el hombre, y anota algo. Nieve. El pelo de Werner es más claro que el color más claro de la pizarra.

Ponen a prueba su visión, analizan su sangre y le toman las huellas dactilares. Cuando llega el mediodía se pregunta si les quedará algo por medir.

Luego vienen los exámenes orales. ¿Cuántos Nationalpolitische Erziehungsanstalten existen? Veinte. ¿Quiénes son nuestros mayores héroes olímpicos? No lo sabe. ¿Qué día nació el Führer? El 20 de abril. ¿Quién es nuestro escritor más importante? ¿Qué es el Tratado de Versalles? ¿Cuál es el avión más rápido de nuestra nación?

Al tercer día hay más carreras, más alpinismo, más saltos, todo cronometrado. Los técnicos, los representantes del alumnado y los examinadores —sus uniformes varían sutilmente de color— garabatean en blocs de notas de papel milimetrado y todas esas páginas anotadas se van guardando una tras otra en carpetas de cuero con un relámpago dorado grabado en la cubierta.

Los reclutas especulan con susurros ansiosos.

—He oído que las escuelas tienen veleros, halcones amaestrados y campos de tiro con rifle.

—A mí me han dicho que solo aceptarán a siete por rango de edad.

—Pues a mí que solo aceptarán a cuatro.

Hablan de las escuelas con anhelo y fanfarronería: desean desesperadamente ser seleccionados y Werner se dice a sí mismo: «Yo también. Yo también quiero».

Pero a pesar de la ambición le sobrevienen a ratos instantes de vértigo. Evoca la imagen de Jutta sosteniendo los trozos de la radio y una sensación de incertidumbre se le cuela en las tripas.

Los reclutas escalan muros, corren una carrera tras otra. Al quinto día, tres chicos renuncian. Al sexto, otros cuatro se dan por vencidos. A cada hora que pasa el salón de baile se va cargando progresivamente y cuando llega el octavo día el aire, las paredes y el suelo están saturados del olor caliente y exuberante de los jóvenes. En el examen final todos los chicos de catorce años deben trepar a la carrera una escalera clavada caprichosamente sobre la pared. En lo alto, a casi ocho metros de altura, con la cabeza a la altura de las vigas del techo, se supone que deben dar un paso hacia una minúscula plataforma, cerrar los ojos y saltar sobre una bandera que sostienen una docena de compañeros.

El primero en hacer la prueba es un corpulento campesino de Herne. Trepa por la escalera muy rápido, pero, en cuanto sube a la plataforma, empalidece. Se arrodilla tambaleándose peligrosamente. Alguien murmura:

—Cobarde.

El chico que está detrás de Werner susurra:

—Le dan miedo las alturas.

El examinador observa la escena con indiferencia. El chico sobre la plataforma echa un vistazo desde el borde como si estuviera mirando un turbulento abismo y cierra los ojos, se balancea hacia delante y hacia atrás. Pasan unos segundos interminables. El examinador mira el cronómetro. Werner agarra el borde de la bandera todo lo fuerte que puede.

Los que están en el salón de baile acaban deteniéndose a observar, también lo hacen los reclutas de otras edades. El chico se balancea dos veces más hasta que resulta evidente que está a punto de desmayarse. Ni siquiera entonces se mueve nadie para ayudarlo.

Cuando cae lo hace de costado. Los reclutas en el suelo consiguen desplazar la bandera a tiempo pero el peso del chico les arranca los bordes de las manos. Golpea contra el suelo con los brazos por delante y se oye como si un fardo de astillas chocara contra una rodilla.

El chico se sienta. Tiene los dos antebrazos doblados en ángulos imposibles. Por un instante parpadea mirándolos con curiosidad, como si estuviera rastreando en su memoria para encontrar alguna pista que le ayude a comprender qué hace ahí.

A continuación se pone a gritar. Werner mira hacia otro lado. Ordenan a cuatro chicos que saquen al herido.

Uno a uno, el resto de los muchachos de catorce años sube la escalera, se tambalea y salta. Uno hace todo el trayecto llorando. Otro se tuerce el tobillo al caer. El siguiente espera casi dos minutos enteros sobre la plataforma. Mira a los chicos de quince años al otro lado del salón de baile como si estuviera observando un mar deprimente y frío, y vuelve a bajar por la escalera.

Werner observa todo desde su puesto en la bandera. Cuando le llega el turno se dice a sí mismo que no debe dudar. Bajo sus párpados ve Zollverein, la chimenea de fuego de la trituradora, los hombres saliendo de los ascensores del pozo como hormigas, la entrada de la cantera nueve donde desapareció su padre. Jutta en la ventana del recibidor, tras la lluvia, observándolo mientras él se marcha junto al cabo a la casa de herr Siedler. El sabor de la nata montada y del azúcar y la suavidad de las pantorrillas de la mujer de herr Siedler.

Excepcional. Inesperado.

Únicamente quedarán los más puros, los más fuertes.

El único lugar al que va a ir tu hermano, pequeña, es a las minas.

Werner corre hacia la escalera. Los peldaños han sido toscamente serrados y durante todo el trayecto las manos se le van cubriendo de astillas. Desde la cima la bandera carmesí, con su círculo blanco y la cruz negra en el centro, tiene un aspecto inesperadamente pequeño. Un pálido anillo de rostros miran hacia arriba. En lo alto hace todavía más calor, un calor bochornoso, y el olor a sudor le da mareos.

Sin titubear Werner da un paso al borde de la plataforma, cierra los ojos y salta. Cae en el centro exacto de la bandera y los chicos que sostienen los bordes emiten un gemido al unísono.

Rueda hasta ponerse de pie, ileso. El examinador detiene el cronómetro, escribe en su tablilla sujetapapeles y levanta la vista. Sus ojos se encuentra durante medio segundo. Tal vez incluso menos. El hombre vuelve a anotar algo.

—¡Heil Hitler! —grita Werner.

El siguiente niño comienza a subir la escalera.

La luz que no puedes ver
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