Los principios de la mecánica
Un viceministro y su mujer visitan el orfanato. Frau Elena dice que están recorriendo casas de acogida.
Todo el mundo se lava, todo el mundo se comporta. Tal vez, susurran entre sí los chicos, piensan adoptar a alguien. Las mayores sirven pan de centeno e hígado de pato en los últimos platos sin desportillar mientras el viceministro y su mujer inspeccionan la recepción con aspecto severo, como si fueran aristócratas de visita en una desagradable cabaña de gnomos. Cuando la cena está lista, Werner se sienta al final de la mesa de los chicos con un libro en las rodillas. Jutta se sienta en la mesa de las chicas, en el extremo opuesto, con su brillante pelo blanco encrespado como si hubiese recibido una descarga eléctrica.
«Bendícenos, Señor, y bendice estos alimentos». Frau Elena añade una segunda plegaria en honor al viceministro. Todo el mundo se sienta a comer.
Los chicos están nerviosos, hasta Hans Schilzer y Herribert Pomsel se sientan en silencio con sus trajes marrones. La mujer del viceministro se sienta tan erguida que su espina dorsal parece tallada en madera de roble.
Su marido dice:
—¿Y todos los niños ayudan?
—Por supuesto. Claudia, por ejemplo, ha preparado la cesta del pan y las gemelas han preparado los hígados.
La enorme Claudia Förster se sonroja. Las gemelas parpadean.
Werner deja volar su imaginación. Está pensando en el libro que tiene sobre las rodillas, Los principios de la mecánica de Heinrich Hertz. Lo encontró en el sótano de la iglesia, cubierto de manchas de humedad y olvidado desde hace décadas, y el párroco le dejó que se lo llevara a la casa. Frau Elena le permitió quedárselo y desde hace semanas Werner ha estado luchando con las complejas matemáticas. La electricidad, descubre Werner, puede ser estática en sí misma, pero si se le agrega magnetismo al instante se tendrá movimiento: ondas. Campos y circuitos, conducción e inducción. Espacio, masa, tiempo. ¡El aire es un enjambre de muchísimas cosas invisibles! Cómo le gustaría tener una mirada capaz de detectar los rayos ultravioletas o los infrarrojos, una mirada capaz de ver las ondas de radio que atraviesan la oscuridad del cielo y las paredes de las casas.
Cuando alza la vista todos le están mirando. Frau Elena parece alarmada.
—Es un libro, señor —dice Hans Schilzer y se lo quita de las rodillas. El ejemplar es tan pesado que necesita las dos manos para sostenerlo.
Un par de arrugas despuntan en la frente de la mujer del viceministro. Werner siente que se le enrojecen las mejillas.
El viceministro extiende una mano regordeta.
—Tráelo aquí.
—¿Es un libro judío? —pregunta Herribert Pomsel—. Es un libro judío, ¿verdad?
Frau Elena parece a punto de decir algo pero se lo piensa mejor.
—Hertz nació en Hamburgo —dice Werner.
Jutta, sin que nadie se lo pregunte, aclara:
—A mi hermano se le dan muy bien las matemáticas, es mejor que cualquiera de los profesores. Algún día ganará un premio. Siempre dice que iremos a Berlín a estudiar con los grandes científicos.
Los niños más pequeños se quedan boquiabiertos. Los mayores se ríen. Werner mira fijamente su plato. El viceministro frunce el ceño mientras pasa las páginas. Hans Schilzer tose y le pega a Werner una patada en la espinilla.
Frau Elena dice:
—Jutta, ya está bien.
La mujer del viceministro se lleva un tenedor con un poco de hígado a la boca, mastica, traga y se limpia las comisuras de los labios con una servilleta. El viceministro deja sobre la mesa Los principios de la mecánica y lo aparta, luego echa un vistazo a las palmas de sus manos como si las tuviera sucias. Dice:
—El único lugar al que va a ir tu hermano, pequeña, es a las minas. En cuanto cumpla los quince años, igual que todos los chicos de esta casa.
Jutta frunce el ceño y Werner se queda mirando el hígado frío sobre su plato con los ojos furiosos y algo en su pecho parece comprimirse cada vez más. Durante el resto de la cena lo único que se oye es el sonido de los cubiertos y a los niños masticando y tragando.