La vuelta al mundo en ochenta días
Hay dieciséis pasos hasta la fuente de agua y dieciséis para regresar, cuarenta y dos hasta la escalera y cuarenta y dos para regresar. Marie-Laure traza mapas mentales, desenrolla cientos de kilómetros de cordel imaginario y luego se concentra y los vuelve a enrollar. La botánica huele a pegamento, a papel secante y a flores prensadas. La paleontología huele a polvo de rocas, de huesos. La biología huele a formaldehído y a frutas viejas, está llena de frascos pesados y fríos en los que flotan cosas que solo conoce por las descripciones que le han hecho: pieles de serpientes de cascabel exangües y enroscadas, severas garras de gorilas. La entomología huele a bolas de naftalina. Las oficinas huelen a papel carbónico o a humo de cigarrillos o a brandy o a perfume. O a todas esas cosas juntas.
Ella sigue los cables o las tuberías, las barandillas o las sogas, los setos o las aceras. Hace que la gente se sobresalte. Nunca sabe si las luces están encendidas o apagadas.
Los niños que conoce la atosigan a preguntas. ¿Duele? ¿Cierras los ojos para dormir? ¿Cómo sabes qué hora es?
No duele, explica. Y no hay oscuridad, o al menos no la que ellos imaginan. Todo está compuesto por una red, un entramado de sonidos y texturas. Camina un gran círculo en torno a la galería central, moviéndose sobre las crujientes tablas del suelo, oye las pisadas que suben y bajan por las escaleras del museo, el llanto de un bebé, el gemido de una abuela agotada que se deja caer sobre un banco.
El color, es la otra cosa que la gente no se espera. En su imaginación y en sus sueños todo tiene color. Las paredes del museo son de color beis, castañas, color avellana. Los científicos son lila, amarillo limón y del marrón de los zorros. Los acordes de un piano caen mustiamente de los altavoces en la cabina de los guardias, proyectando negros enriquecidos y azules complejos a lo largo del pasillo que lleva a la conserjería. Las campanadas de las iglesias envían arcos de bronce que salen por las ventanas. Las abejas son plateadas, las palomas rojizas o caoba, algunas veces también doradas. Los enormes cipreses que ella y su padre dejan atrás cada mañana en su caminata son caleidoscopios brillantes, cada aguja un polígono de luz.
No tiene recuerdos de su madre pero se la imagina blanca, un brillo sin sonido. Su padre irradia miles de colores: ópalo, rojo fresa, un marrón rojizo profundo, verdes salvajes y un olor a aceite y metal, la sensación de una cerradura que se traslada a casa, el sonido de su llavero repiqueteando al caminar. Cuando habla con el jefe de algún departamento es color verde oliva. Cuando habla con madeimoselle Fleury del invernadero tiene el color de una paleta de anaranjados que se intensifican y cuando intenta cocinar es de un color rojo brillante. Irradia un azul zafiro cuando se sienta por la noche ante su mesa de trabajo y tararea casi inaudible mientras trabaja, la punta de su cigarrillo fulgurando en un azul brillante.
Suele perderse. Las secretarias, los botánicos e incluso una vez la asistente del director han tenido que llevarla de nuevo hasta la conserjería. Es curiosa, quiere saber la diferencia que hay entre un alga y un liquen, entre un Diplodon charruanus y un Diplodon delodontus. Algunos hombres importantes la llevan del codo escoltándola a través de los jardines o la guían por las escaleras.
«Yo también tengo una hija», dicen todos.
O: «La he encontrado entre los colibríes».
—Tout mes excuses —contesta su padre. Enciende un cigarrillo y saca una a una las llaves de su bolsillo—. ¿Qué voy a hacer contigo?
Al despertar el día de su noveno cumpleaños encuentra dos regalos. El primero es una caja de madera sin ningún cerrojo identificable. Le da la vuelta a un lado y al otro. Le lleva un buen rato descubrir que uno de los lados es un resorte. Lo presiona y la caja se abre. En el interior le espera un trozo de cremoso queso camembert que se mete directamente en la boca.
—Ay, ¡demasiado fácil! —dice su padre riendo.
El segundo regalo es más pesado, está envuelto en papel y atado con un cordel: un enorme libro anillado. En braille.
—Dicen que es para muchachos. O para chicas aventureras. —Ella casi puede oír la sonrisa de su padre.
Desliza la punta de los dedos sobre la página en la que está impreso el título en relieve. La. Vuelta. Al. Mundo. En. Ochenta. Días.
—Papá, es demasiado caro.
—Deja que yo me preocupe por eso.
Esa mañana Marie-Laure gatea por debajo del mostrador de la conserjería, se tumba boca abajo y posa los diez dedos sobre una línea de una página. El francés parece pasado de moda y los puntos están más juntos entre sí de lo que está acostumbrada a leer, pero una semana más tarde le resulta más sencillo. Encuentra el lazo que usa de marcador, abre el libro y el museo entero desaparece como por arte de magia.
El misterioso señor Fogg vive como si fuera una máquina. Jean Passepartout se convierte en su obediente ayudante. Y dos meses después, cuando Marie-Laure llega a la última línea de la novela, lo vuelve a abrir de nuevo, regresa a la primera página y vuelve a empezar. Por la noche recorre la maqueta de su padre con los dedos: ahí está la torre con el campanario, allí los escaparates. Imagina a los personajes de Julio Verne caminando por esas calles, conversando en las tiendas. Un panadero de un centímetro de alto introduce en el horno barras de pan del tamaño de una mota de polvo y luego las saca, tres ladrones minúsculos traman planes cuando pasan lentamente frente a la joyería, sonoros y pequeñísimos coches se amontonan en la rue de Mirbel con los limpiaparabrisas agitándose de un lado a otro. Tras la ventana del cuarto piso en la rue des Patriarches una versión en miniatura del padre se sienta a lijar un infinitesimal trozo de madera frente a una mesa en miniatura dentro de su apartamento en miniatura, igual que lo hace en la vida real. En la otra esquina del cuarto hay una niña minúscula, delgada e ingeniosa con un libro abierto sobre las rodillas. Dentro de su pecho late algo enorme, algo lleno deseo, algo que ya no siente temor.