La ciudad blanca

En abril de 1944 el Opel entra en una blanca ciudad llena de ventanas.

—Viena —dice Volkheimer, y Neumann Dos despotrica contra los palacios Habsburgo, los Wiener schnitzel y las chicas cuyas vulvas saben a tarta de manzana. Duermen en la antaño majestuosa suite del Viejo Mundo, con los muebles apilados contra las paredes, plumas de gallina atascando los lavabos de mármol y hojas de periódicos torpemente pegadas a las ventanas. Abajo, una playa de vías de espera exhibe un laberinto de vías férreas. Werner piensa en el doctor Hauptmann, con sus rizos y sus guantes de cuero, e imagina su juventud vienesa en los vibrantes cafés en los que también discutían Bohr y Schopenhauer, donde las estatuas de mármol miran desde las repisas como amables padrinos.

Hauptmann, quien seguramente siga en Berlín o tal vez se haya marchado al frente como todos los demás.

El comandante de la ciudad no tiene tiempo para ellos. Un subordinado le cuenta a Volkheimer que hay informes de transmisiones de la resistencia desde Leopoldstadt. Dan vueltas y vueltas alrededor del distrito. Una neblina fría se ha enganchado entre los árboles llenos de brotes y Werner está sentado en la parte trasera del camión temblando. El lugar huele a carnicería.

Durante cinco días no logra oír otra cosa en el transceptor que no sean himnos, propaganda y atormentadas transmisiones de coroneles pidiendo suministros, gasolina, hombres. Todo se está desmoronando, Werner lo nota: el tejido de la guerra se cae a pedazos.

—Ese es el Staatsoper —dice Neumann Dos una noche. Se trata de la fachada de un enorme y elegante edificio con almenas y columnas. Tiene majestuosas alas a ambos lados, de alguna manera leves y pesadas a la vez. A Werner le sorprende la gran futilidad de construir espléndidos edificios, hacer música, cantar canciones o imprimir enormes libros con ilustraciones de pájaros en medio de la sísmica, devoradora indiferencia del mundo… ¡Qué pretenciosos son los humanos! ¿Qué sentido tiene preocuparse por hacer música cuando el silencio y el viento son tanto más grandes? ¿Qué sentido tiene encender lámparas cuando la oscuridad las apagará inevitablemente? ¿Cuando los prisioneros rusos son encadenados en grupos de tres o cuatro a las verjas mientras los soldados alemanes les ponen granadas en los bolsillos y salen corriendo?

¡Palacios de ópera! ¡Ciudades en la luna! Ridículo. Casi sería mejor para la gente apoyar las caras sobre los bordillos de las calles y esperar a los chicos que pasan por la ciudad arrastrando trineos cargados de cadáveres.

A media mañana Volkheimer les ordena aparcar en el Augarten. El sol ha disuelto la niebla y permite ver los primeros brotes en los árboles. Werner siente la fiebre llameando en su interior, como una estufa con la puerta cerrada. Neumann Uno, quien si no tuviese como destino morir dentro de diez semanas en el desembarco aliado en Normandía podría haberse convertido en peluquero después de la guerra, quien podría haber olido a talco y a whisky y haber puesto su dedo índice bajo las orejas de los hombres para acomodar sus cabezas en la posición adecuada, cuyos pantalones y camisas habrían estado cubiertos de pelo cortado y en cuyo local habría pegado con celo postales de los Alpes alrededor de la circunferencia de un gran espejo barato y tambaleante, quien al fin habría sido fiel a su corpulenta mujer durante el resto de su vida…, Neumann Uno dice:

—Es hora de cortarse el pelo.

Pone una banqueta en la acera, extiende la toalla más limpia que tiene sobre los hombros de Bernd y empieza a cortar. Werner encuentra una emisora estatal en la que ponen valses y ajusta el altavoz en la parte trasera del Opel para que todos puedan oír. Neumann Uno le corta el pelo a Bernd, luego a Werner y, por último, al demacrado, hecho polvo, Neumann Dos. Werner observa a Volkheimer sentarse en la banqueta y cerrar los ojos cuando comienza a sonar un vals particularmente lastimero. Volkheimer, que ha matado a cien hombres hasta ahora, puede que más, entrando en patéticas casuchas donde hay un radiotransmisor con sus enormes botas robadas, deslizándose tras la espalda de algún escuálido ucraniano con auriculares en las orejas y un micrófono junto a los labios y disparándole en la nuca, y regresando luego al camión para decirle a Werner que recoja el transmisor, dando la orden con voz tranquila, somnolienta, incluso cuando hay restos del hombre sobre el transmisor.

Volkheimer, el hombre que siempre se asegura de que haya comida para Werner, que le lleva huevos y comparte con él su sopa y cuyo cariño por Werner se mantiene inmutable.

El Augarten acaba siendo un espinoso lugar para rastrear, está lleno de angostas calles y altos edificios de apartamentos. Las transmisiones pasan a través de los edificios y rebotan en ellos. Esa tarde, mucho después de haber retirado la banqueta y de que hayan acabado los valses, Werner está sentado con su transceptor escuchando la nada y ve a una niña pequeña de unos seis o siete años de pelo rojo salir por una puerta con una capa color granate. Es pequeña para su edad y tiene unos grandes ojos que le recuerdan a los de Jutta. Cruza la calle hacia el parque y se pone allí a jugar sola entre los árboles con yemas, mientras su madre permanece en una esquina mordiéndose la punta de los dedos. La niña está en un columpio, se balancea adelante y atrás, agita las piernas, y al observarla se abre una grieta en el corazón de Werner. Esto es la vida, piensa, para esto vivimos, para jugar en un día como este cuando el invierno por fin empieza a aflojar la presa. Supone que ahora regresará Neumann Dos al camión y dirá algo grosero que lo estropeará todo, pero no lo hace, y tampoco lo hace Bernd, tal vez porque ninguno de los dos repara en ella, tal vez no logren profanar lo único que hay puro. Y la niña se columpia y se columpia cantando una canción dulce, una canción que también las niñas del orfanato solían cantar mientras saltaban a la comba en el callejón que quedaba detrás: Eins, zwei, Polizei, drei, vier, Offizier. Cómo le gustaría unirse a ella, empujarla para que suba más y más alto, cada vez más alto, cantar: fünf, sechs, alte Hex, sieben, acht, gute Nacht! Luego la madre dice algo que Werner no consigue oír y se lleva a la niña de la mano. Da la vuelta a la esquina arrastrando su pequeña capa de terciopelo y desaparecen.

Menos de una hora más tarde logra encontrar algo en la estática, una transmisión sencilla en alemán suizo. «Punto nueve, transmitiendo al 1600, aquí KX46, ¿me reciben?». No entiende todas las palabras. Luego la señal desaparece. Werner cruza la plaza y ajusta el segundo transceptor. Cuando vuelven a hablar triangula y apunta los números en la fórmula. Luego mira hacia arriba y ve, con sus propios ojos, lo que tiene todo el aspecto de ser una antena que recorre la esquina de un edificio de apartamentos que flanquean la plaza.

Tan sencillo.

La mirada de Volkheimer ha vuelto a la vida, es un león que ha percibido un rastro. Werner y él apenas necesitan hablar para comunicarse.

—¿Ves el cable que baja por ahí? —pregunta Werner.

Volkheimer mira el edificio con los prismáticos.

—¿Esa ventana de ahí?

—Sí.

—¿No es muy densa esta zona con todos esos apartamentos?

—Esa es la ventana —dice Werner.

Entran. Esta vez no oye ningún disparo. Cinco minutos más tarde le llaman para que suba a un apartamento en la quinta planta empapelado con unos mareantes motivos florales. Espera que le pidan que dé su opinión sobre algún equipo, como siempre, pero no hay ninguno: ni cadáveres, ni transmisor, ni siquiera un sencillo aparato de escucha. No hay más que lámparas ornamentales, un sofá y un delirante empapelado rococó.

—Levantad los tablones del suelo —ordena Volkheimer, pero después de que Neumann Dos levante unos cuantos y mire debajo, resulta evidente que lo único que hay allí es pelo de caballo puesto hace décadas a modo de aislante.

—¿Tal vez sea otro apartamento, otra planta?

Werner entra en la habitación, abre una ventana y echa un vistazo por encima de un balcón de hierro. Lo que le parecía una antena no es más que una barra pintada en uno de los lados de una pilastra, puesta ahí seguramente para servir de anclaje a un tendedero de ropa. No es una antena en absoluto. Pero escuchó una transmisión, ¿no?

Siente un dolor en la base del cráneo. Entrelaza las manos en la nuca y se sienta en el borde de una cama deshecha observando toda la ropa que hay ahí: una combinación doblada en el respaldo de una silla, un cepillo de pelo con mango de peltre sobre el escritorio, hileras de pequeños frascos esmerilados y tarros sobre un neceser, todos indefectiblemente femeninos, misteriosos y confusos, de la misma manera en que lo confundió la mujer de herr Siedler cuatro años atrás cuando se subió la falda para agacharse frente a la enorme radio.

Es la habitación de una mujer. Hay sábanas arrugadas, un olor parecido al de una crema para la piel en el aire y la fotografía de un hombre joven (¿un sobrino?, ¿un amante?, ¿un hermano?). Tal vez le han fallado las matemáticas. Tal vez la señal rebotaba en los edificios. Tal vez la fiebre ha mermado sus facultades. Es como si las flores flotaran dando vueltas en el empapelado de la pared que hay frente a él.

—¿Nada? —pregunta Volkheimer desde la otra habitación.

—Nada —contesta Bernd.

En un universo paralelo, piensa Werner, esta mujer y frau Elena tal vez habrían podido ser amigas. Eso sería una realidad más agradable. A continuación ve colgado del pomo de la puerta un trozo de terciopelo granate con capucha, una capa de niño, y en ese preciso instante en el otro dormitorio Neumann Dos da un grito agudo y se escucha un solo disparo, y luego el grito de una mujer y otros disparos más. Volkheimer acude dando zancadas a toda prisa y el resto le sigue. Encuentran a Neumann Dos frente a un armario con las manos en el rifle y un tremendo olor a pólvora. Sobre el suelo hay una mujer con un brazo extendido hacia atrás, como si hubiese sido rechazada en un baile, y dentro del armario no hay una radio sino una niña sentada en el fondo con la cabeza atravesada por una bala. Tiene los enormes ojos abiertos y húmedos, y su boca ha quedado congelada en un óvalo de sorpresa. Es la niña del columpio y no puede tener más de siete años.

Werner espera que la niña parpadee. Parpadea, piensa, parpadea, parpadea, parpadea. Pero Volkheimer ya está cerrando la puerta del armario que no cerrará del todo porque el pie de la niña ha quedado afuera, mientras Bernd pone a la mujer sobre la cama y la cubre con una manta. Cómo no se dio cuenta Neumann Dos, pero es evidente que no se dio cuenta. Porque así es como son siempre las cosas con Neumann Dos, con todos lo que componen esta unidad, este ejército, este mundo. Hacen lo que les han ordenado hacer. Se asustan y se mueven pensando solo en sí mismos. Dime alguien que no lo haga.

Neumann Uno encoge los hombros, hay algo rancio en su mirada. Neumann Dos se queda ahí de pie, con su pelo recién cortado y los dedos jugueteando aún en el gatillo del rifle.

—¿Por qué estaban escondidas? —pregunta.

Volkheimer mete el pie de la niña con suavidad en el interior del armario.

—Aquí no hay ninguna radio —dice, y cierra la puerta.

Werner siente una marea de náuseas que le sube por la tráquea.

En el exterior las farolas tiemblan bajo una ráfaga de viento. La ciudad queda cubierta por las nubes que vienen del oeste.

Werner sube al Opel sintiéndose como si los edificios se levantaran cada vez más altos y deformes a su alrededor. Se sienta, apoya la frente en la mesa de escucha y vomita entre sus zapatos.

Por ese motivo, niños, matemáticamente hablando, toda luz es en realidad invisible.

Bernd sube y cierra la puerta. El Opel vuelve a la vida y tiembla al girar en la esquina. Werner siente que las calles se elevan a su alrededor girando en espirales hacia un centro en el que el camión trazará un arco, sumergiéndose cada vez más hondo y profundo.

La luz que no puedes ver
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