Delirio
Un fleco púrpura flota en la visión de Von Rumpel. Algo ha debido de ir mal con la morfina. Puede que haya tomado demasiada o tal vez la enfermedad ha avanzado y ha comenzado a alterarle la vista.
La ceniza cae al otro lado de la ventana como si fuera nieve. ¿Es el amanecer? Tal vez la luminosidad del cielo esté provocada por el bombardeo. Las sábanas están empapadas en sudor y tiene el uniforme mojado como si hubiese estado nadando en sueños. Siente en la boca un sabor a sangre.
Se arrastra hasta el final de la cama y contempla la maqueta. La ha estudiado al milímetro. Ha destrozado una esquina con una botella de vino vacía. La mayor parte de las estructuras de la maqueta son huecas —el Château, la catedral, el mercado—, pero ¿qué sentido tiene destrozarlas todas cuando falta una, justo la que necesita?
Afuera, en la ciudad desierta, parece que el resto de las estructuras están ardiendo o han sido derruidas, pero aquí, frente a él, la miniatura reproduce todo lo contrario: la ciudad permanece en pie mientras que ha desaparecido justo la casa en la que se encuentra.
¿Se la ha llevado la muchacha cuando se marchó? Es posible. El tío no la tenía cuando lo envió al Fuerte Nacional. Le registraron de arriba abajo pero no llevaba más que sus papeles; Von Rumpel se aseguró personalmente.
En algún lugar revienta un muro y vuelan por los aires miles de kilos de mampostería.
Que la casa esté en pie rodeada de tantas otras en ruinas es prueba suficiente: la piedra ha de estar aquí, en su interior. Lo único que necesita es tiempo para encontrarla, luego acercarla a su corazón y esperar a que la diosa reduzca su fiereza y acabe con su aflicción, ilumine su camino hasta la salida de esta ciudadela, al exterior de este asedio, al final de su enfermedad. Estará a salvo. Solo tiene que levantarse de esta cama y seguir buscando. Hacerlo metódicamente durante tantas horas como haga falta. Desmenuzar este lugar de arriba abajo. Empieza por la cocina. Una vez más.