Baño

Un último retoque de pegamento y lija y el padre de Marie-Laure termina la maqueta de Saint-Malo. Está sin pintar, es imperfecta, le faltan detalles y ha sido construida con media docena de maderas diferentes, pero es lo bastante completa como para que la use su hija en caso de necesidad: el polígono irregular de la isla está enmarcado por murallas y en su interior hay ochocientos sesenta y cinco edificios.

Está exhausto. Desde hace algunas semanas ha comenzado a fallarle el sentido común. La piedra que le han pedido que proteja no es real. Si lo fuera, el museo ya habría enviado hombres a recogerla. ¿Pero por qué, entonces, cuando la mira a través de una lupa, el interior revela esas minúsculas dagas en llamas? ¿Por qué escucha pasos a sus espaldas cuando no hay nadie? ¿Y por qué de vez en cuando se descubre dándole vueltas a la absurda idea de que esa piedra que transporta en un pequeño saco de lino en el bolsillo le ha traído mala suerte, ha puesto a Marie-Laure en peligro y tal vez incluso hasta ha precipitado la invasión de Francia?

Ridículo. Absurdo.

Ha intentado casi todas las pruebas imaginables que no requieren la opinión de otra persona. Ha intentado envolverla entre dos piezas de fieltro y golpearla con un martillo… No se ha hecho añicos.

Ha intentado arañarla con cuarzo… No quedaba ningún rasguño.

Ha intentado sostenerla sobre la llama de una vela, sumergirla en agua, cocerla. Ha escondido la joya bajo el colchón, en la caja de herramientas, en el zapato. Una noche, durante unas horas, la metió en uno de los geranios de madame Manec que estaban en una maceta junto a la ventana, pero luego se dio cuenta de que los geranios se estaban marchitando y volvió a sacar la piedra.

Esta tarde reconoce una cara familiar en la estación de tren, está cuatro o cinco puestos más allá en la fila. Ha visto antes a ese hombre, regordete, sudoroso, con la barbilla partida. Se sostienen la mirada y el hombre acaba retirándola.

Es el vecino de Etienne. El perfumista.

Hace algunas semanas, mientras tomaba medidas para la maqueta, el cerrajero vio al hombre sobre una de las murallas apuntando con una cámara hacia el mar. No se puede confiar en ese hombre, le dijo madame Manec. Pero no es más que un hombre que espera en una fila para comprar un billete.

Resulta lógico, son los principios de la validez: cada candado tiene una llave.

El telegrama del director ha estado resonando en su cabeza durante más de dos semanas. Una frase exasperantemente ambigua en la orden final: Viaje de forma segura. ¿Significa eso que debe llevar la piedra o que tiene que dejarla, que debe llevar a Marie con él o que tiene que dejarla, que debe viajar en tren o en otros medios teóricamente más seguros?

¿Y qué sucedería, piensa el cerrajero, si no es el director quien ha enviado el telegrama?

Las preguntas van y vienen. Cuando le llega el turno en la ventanilla compra un billete sencillo en el primer tren de la mañana a Rennes y luego otro a París, y camina por las estrechas y sombrías callejuelas hasta la rue Vauborel. Cumplirá con esta orden y acabará así con todo el asunto. Regresará al trabajo, llevará adelante la conserjería, se encargará de guardar las cosas. En una semana volverá a la Bretaña libre de carga y recogerá a Marie-Laure.

De cena madame Manec sirve guiso y baguettes. A continuación el padre lleva a Marie-Laure por las escarpadas escaleras hasta el baño en la tercera planta. Llena la enorme bañera de hierro y se da media vuelta mientras ella se desviste.

—Usa todo el jabón que quieras —dice—, he comprado más.

El billete de tren permanece doblado en su bolsillo como una traición. Ella le deja que le lave el pelo. Una y otra vez Marie-Laure alza la espuma con los dedos, como si intentara calcular su peso. En lo que se refiere a su hija siempre ha sentido una astilla de miedo clavada profundamente: el miedo a no ser un buen padre, a estar haciéndolo todo mal, a no haber entendido bien las reglas. Y todas esas madres parisinas empujando sus carritos por el Jardin des Plantes o alzando chaquetas de punto en las tiendas… Siempre le ha parecido que esas madres negaban con la cabeza cuando les veían pasar, como si tuvieran una sabiduría secreta que él no poseía. ¿Cómo se puede estar seguro de que uno está haciendo lo correcto?

Y a pesar de eso también está el orgullo… El orgullo de haberlo hecho solo. De que su hija es una chica curiosa, fuerte. La humildad de ser el padre de una criatura tan poderosa, como si él fuera apenas el estrecho conducto para llegar a otra cosa mucho más grande. Así se siente ahora, piensa arrodillado a su lado mientras le lava el pelo, como si el amor por su hija superara los límites de su cuerpo. Podrían desplomarse las paredes y hasta la ciudad entera, la lucidez de ese sentimiento jamás se desvanecería.

El desagüe gime. Marie levanta la cara húmeda.

—Te vas a ir, ¿verdad?

En este momento le alegra que ella no le pueda ver.

—Madame me contó lo del telegrama.

—No será mucho tiempo, Marie. Una semana, diez días como mucho.

—¿Cuándo?

—Mañana, antes de que te levantes.

Ella se inclina sobre sus rodillas. Su espalda es larga y blanca y está punteada por las vértebras. Solía quedarse dormida agarrando su dedo índice con el puño. Solía tumbarse con sus libros sobre el banco de la conserjería y pasar las manos como patas de araña por las páginas.

—¿Y yo me tengo que quedar aquí?

—Con madame y Etienne.

Él le ofrece la toalla, la ayuda a salir de la bañera y espera fuera mientras ella se pone la bata. Luego la acompaña hasta la sexta planta, hasta el interior de su habitación, a pesar de que sabe que ella no necesita que la guíen, y se sienta en el borde de la cama mientras ella se arrodilla junto a la maqueta y posa tres dedos sobre el campanario de la catedral.

Él encuentra el cepillo del pelo y no se molesta en encender la luz.

—¿Diez días, papá?

—Como mucho.

Las paredes crujen, detrás de las cortinas la ventana es negra, la ciudad se prepara para dormir. En algún lugar ahí fuera se deslizan submarinos alemanes por túneles en las profundidades y en la superficie un transbordador de nueve metros de eslora con sus enormes ojos a través de la fría oscuridad.

—¿Alguna vez hemos pasado una noche separados?

—No.

Su mirada se mueve por la habitación a oscuras. La piedra en el bolsillo casi parece palpitar. ¿Qué soñará esta noche si consigue quedarse dormido?

—¿Podré salir cuando te vayas, papá?

—En cuanto regrese, te prometo que sí.

Pasa el cepillo por el cabello de su hija con toda la ternura de la que es capaz. A cada pasada, los dos escuchan el viento golpeando la ventana.

Las manos de Marie-Laure recorren las casas al tiempo que recita los nombres de las calles.

—Rue des Cordiers, rue Jacques Cartier, rue Vauborel.

—Te las vas a aprender en una semana.

Los dedos de Marie-Laure recorren las murallas exteriores y el mar, más allá.

—Diez días —dice ella.

—Como mucho.

La luz que no puedes ver
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