Cuarenta minutos
La luz disuelve la niebla, se refleja en el empedrado, en las paredes, en las ventanas. Etienne consigue llegar a la panadería empapado en un sudor gélido y se mete en medio de la cola. El rostro de madame Ruelle se asoma, pálido.
—¡Etienne! ¿Pero…?
Su visión está manchada de puntos púrpura.
—¿Marie-Laure…?
—¿No está?
Antes de que pueda negar con la cabeza, madame Ruelle ha pasado al otro lado del mostrador y le acompaña al exterior; le sostiene con el brazo. Las mujeres en la cola murmuran intrigadas, escandalizadas o ambas cosas. Madame Ruelle le lleva hasta la rue Robert Surcouf. El rostro de Etienne parece distenderse. ¿Cuarenta y un minutos? Apenas puede hacer los cálculos. Ella le pone las manos sobre los hombros.
—¿Dónde ha podido ir?
Siente la lengua seca, el pensamiento paralizado.
—A veces va al mar… antes de volver a casa.
—Pero las playas están cerradas. Las murallas también —responde ella mirando por encima de su cabeza—. Debe de ser otra cosa.
Están en medio de la calle. En algún lugar se escucha un martillo. La guerra, piensa Etienne distante, no es más que un bazar en el que se compran y venden vidas como si fueran objetos, chocolate, balas o tela de paracaídas. ¿Acaso ha cambiado él todos esos números por la vida de Marie-Laure?
—No —dice en voz baja—, ella va al mar.
—Si descubren el pan —susurra madame Ruelle— estamos todos muertos.
Él vuelve a mirar el reloj pero el sol le quema la retina. Una única tira de beicon cuelga en la tantas veces vacía ventana del carnicero. Tres escolares están sentados en un banco observándole, esperando que se caiga, y justo cuando está convencido de que la mañana está a punto de romperse en mil pedazos, Etienne ve en su recuerdo la oxidada verja que daba a la perrera junto a las murallas. Un lugar al que solía ir a jugar con su hermano Henri y Hubert Bazin, una pequeña y húmeda caverna en la que podían gritar y soñar cuando eran niños.
Completamente tenso, blanco como el papel, Etienne LeBlanc corre por la rue de Dinan y madame Ruelle, la mujer del panadero, le pisa los talones: el rescate menos robusto que se pueda imaginar. Las campanas de la catedral suenan una, dos, tres, cuatro hasta llegar a ocho. Etienne baja por la rue du Boyer hasta alcanzar la ligeramente angular base de las murallas, recorre los caminos de su juventud, navega por instinto, gira a la derecha, pasa a través de una cortina de hiedra y frente a él, al otro lado de la misma verja cerrada, en el interior de la gruta, temblando y empapada pero completamente intacta, está Marie-Laure acuclillada con los restos de una barra de pan en su regazo.
—Viniste —dice cuando les deja entrar, cuando él le coge el rostro entre las manos—. Viniste…