Claro de luna
Esta noche trabajan en una zona de la ciudad vieja junto a la muralla sur. La lluvia cae con tanta suavidad que es casi imposible distinguirla de la niebla. Werner está sentado en la parte trasera del Opel mientras Volkheimer se echa una siesta en el banco a sus espaldas. Bernd está sobre un parapeto con el primer transceptor bajo un poncho. No se ha puesto los auriculares durante horas, lo que significa que está dormido. La única luz visible es la que sale del filamento ámbar del indicador de señal de Werner.
Todo el espectro es estática hasta que de pronto se oye algo.
«Madame Labas anuncia que su hija está embarazada. Monsieur Ferey manda saludos a sus primos de Saint-Vincent».
A continuación una gran ráfaga de estática. Es como si la voz procediera de un sueño antiguo. Media docena más de palabras con acento bretón flotan alrededor de Werner. «Próxima transmisión jueves 2300. Cincuenta y seis, setenta y dos algo…». El recuerdo le viene a Werner a la mente como un tren de seis vagones que emerge de la oscuridad. La calidad de la transmisión y el tono de la voz se ajustan en todo a las transmisiones del francés que solía escuchar. Luego oye un piano con tres notas sencillas seguidas de unos acordes que se alzan pacíficamente, como velas encendidas en la oscuridad de un bosque… El reconocimiento es inmediato, como si hubiese estado sumergido durante muchísimo tiempo y alguien lo hubiese alzado en el aire.
A las espaldas de Werner los párpados de Volkheimer permanecen cerrados. A pesar de que están separados por la pared del camión puede ver los hombros inmóviles de los Neumann. Werner cubre el dial con la mano. La canción se despliega cada vez más alta y él espera que Bernd abra su micrófono para decirle que ha oído algo.
Pero no oye nada, están todos dormidos. Aun así, ¿no es como si se hubiera electrificado el aire en la caja del camión donde se hallan él y Volkheimer?
Después el piano hace un recorrido familiar, el pianista toca una escala diferente con cada mano (de pronto es como si tuviera tres, cuatro manos), las notas parecen perlas engarzadas en un hilo, y Werner ve a una Jutta de seis años a su lado y a frau Elena amasando pan al fondo, tiene una radio a galena en el regazo y las cuerdas de su alma aún no han sido puestas a prueba.
El piano continúa hasta los acordes finales y luego regresa la estática.
¿Lo han oído? ¿Oyen ahora su corazón martilleándole contra las costillas? Está la lluvia, que cae suavemente entre las altas casas. Está Volkheimer, con la barbilla apoyada en la interminable extensión de su pecho. Frederick decía que no había posibilidad de elegir, que nuestras vidas no nos pertenecen, pero al final fue Werner quien fingió que no había posibilidad de elegir, quien vio a Frederick tirar el agua del cubo a sus pies. —No lo haré—. Werner, quien no intervino mientras llovían sobre Frederick las consecuencias. Werner, quien ha visto a Volkheimer irrumpir en una casa tras otra, la misma pesadilla recurrente una, y otra, y otra vez. Se quita los auriculares y pasa junto a Volkheimer para abrir la puerta trasera. Volkheimer abre un ojo enorme, dorado, un ojo de león.
—Nichts?
Werner mira hacia las casas de piedra, altas y distantes, construidas muro contra muro con sus fachadas húmedas y sus ventanas oscuras. No se ve luz por ninguna parte, tampoco antenas. La lluvia cae tan suave que apenas hace ruido pero para Werner es un estruendo.
Se gira.
—Nichts —contesta. Nada.