Laboratorio
Marie-Laure LeBlanc dirige un pequeño laboratorio del Museo de Historia Natural de París y ha contribuido de manera significativa al estudio y literatura de los moluscos: ha escrito una monografía sobre la evolución racional de los pliegues de cierto tipo de concha del oeste de África, un estudio muy citado a la hora de hablar de dimorfismo sexual de las volutas del Caribe. Ha dado nombre a dos nuevas subespecies de cochinillas de mar. Como estudiante de doctorado viajó a Bora Bora y Bimini. Vadeó acantilados protegiéndose del sol con un sombrero mientras recolectaba en un cubo cosechas de caracoles de tres continentes.
Marie-Laure no es una coleccionista al estilo del doctor Geffard, un recolector que intenta analizar constantemente las escalas de orden, familia, género, especie y subespecie. Ella adora estar entre criaturas vivas, ya sea en los acantilados o en sus acuarios, encontrar caracolas entre las rocas, esos pequeños seres húmedos que absorben el calcio del agua y lo transforman en pulidos sueños. Le parece suficiente, más que suficiente.
Etienne y ella viajaron mientras él pudo. Fueron a Cerdeña y a Escocia, viajaron en el piso superior del autobús desde el aeropuerto de Londres rozando las ramas de los árboles. Él se compró dos buenos transmisores de radio y murió en la bañera a la edad de ochenta y dos años, tranquilo y dejándole una fortuna.
A pesar de contratar a un investigador, gastar miles de francos y revisar toneladas de documentación alemana, Marie-Laure y Etienne jamás pudieron averiguar qué le sucedió a su padre. Llegaron a confirmar que había sido prisionero en el campo de trabajo de Breitenau en 1942 y encontraron una anotación hecha por el doctor de un subcampo en Kassel, Alemania, en la que se decía que un tal Daniel LeBlanc había enfermado de gripe a comienzos de 1943. Eso fue todo lo que consiguieron.
Marie-Laure vive aún en el piso en el que creció, aún va al museo andando. Ha tenido dos amantes. El primero fue un científico que pasó de visita y que jamás regresó y el segundo un canadiense llamado John que tenía la costumbre de ir dejando objetos desperdigados por todas partes (corbatas, monedas, calcetines, caramelos de menta) en todas las habitaciones en las que entraba. Se conocieron en la universidad y él pasó de laboratorio en laboratorio con gran curiosidad y poca perseverancia. Le gustaban las corrientes marinas, la arquitectura y Charles Dickens, y su versatilidad le hizo sentirse limitada, sobreespecializada. Cuando Marie-Laure se quedó embarazada se separaron pacíficamente y sin extravagancias.
Su hija Hélène tiene ahora diecinueve años. Lleva el pelo corto, es pequeña y aspira a ser violinista. Es una muchacha segura de sí misma, a la manera a la que suelen serlo los hijos de padres ciegos. Vive con su madre pero los tres (John, Marie-Laure y Hélène) comen juntos todos los viernes.
Fue difícil vivir a comienzos de la década de 1940 en Francia sin que la guerra fuera el centro alrededor del cual giraba la vida. Marie-Laure aún no puede llevar zapatos demasiado grandes ni oler nabos cocidos sin sentir repulsión. Tampoco puede escuchar listas de nombres: alineaciones de equipos de fútbol, citas bibliográficas en las páginas finales de las revistas, introducciones a charlas universitarias, todas parecen tener para ella cierto vestigio de listas de prisioneros en las que nunca aparece el nombre de su padre.
Aún cuenta alcantarillas: treinta y ocho en el camino de casa al laboratorio. Tiene flores en un pequeño macetero de hierro en el balcón y durante el verano es capaz de decir qué hora es solo con comprobar lo abiertos que están los pétalos de las prímulas. Cuando Hélène sale con sus amigos y el apartamento le resulta demasiado silencioso, Marie-Laure siempre va a la misma brasserie: Le Village Monge, justo a la salida del Jardin des Plantes, y pide pato asado en honor del doctor Geffard. ¿Es feliz? En ciertos momentos del día es feliz. Cuando está junto a un árbol, por ejemplo, y escucha cómo vibran las hojas con la brisa, o cuando abre un paquete que envía un coleccionista y desde el interior le llega ese viejo olor a océano. Cuando recuerda su lectura de Julio Verne a Hélène y la forma en la que Hélène se quedaba dormida a su lado, el peso caliente y duro de la cabeza de la niña sobre las costillas.
Aunque hay momentos, cuando Hélène llega tarde y la ansiedad le sube a Maire-Laure por la espina dorsal, o cuando se inclina sobre la mesa del laboratorio y toma conciencia de pronto de todas las habitaciones del museo que la rodean, los armarios repletos de ranas en formol y anguilas y gusanos, las vitrinas llenas de insectos atravesados con agujas, de helechos secos, los sótanos llenos de huesos, en los que se siente de pronto como si trabajara en un mausoleo y que los departamentos son cementerios, que toda esa gente (los científicos, guardianes y visitantes) caminan por una galería llena de muertos.
Pero esos momentos son pocos y espaciados. En su laboratorio hay seis acuarios de agua marina que borbotean con sosiego, y en la pared a su espalda hay tres armarios con cuatrocientos cajones rescatados hace años de la oficina del doctor Geffard. Todos los otoños da una clase para universitarios y sus estudiantes vienen y van oliendo a ternera asada o a colonia o a la gasolina de sus motocicletas, y le encanta preguntarles por sus vidas, adivinar sus aventuras, sus romances, las tonterías secretas que llevan en sus corazones.
Una tarde de miércoles en julio su ayudante llama a la puerta del laboratorio. Los tanques de oxígeno y los filtros de los acuarios suenan al encenderse y apagarse. Le dice que hay una mujer que quiere verla. Marie-Laure mantiene las dos manos en las teclas de la máquina de escribir en braille:
—¿Una coleccionista?
—No creo, doctora. Dice que consiguió su dirección en un museo de Bretaña.
Primera sensación de vértigo.
—Viene con un niño. La están esperando al final del pasillo. ¿Quiere que le diga que regrese mañana?
—¿Qué aspecto tiene?
—Tiene el pelo blanco —dice acercándose un poco más—, va mal vestida, tiene la piel gruesa, dice que le gustaría hablar con usted sobre una pequeña maqueta de una casa.
En algún lugar Marie-Laure escucha el tintineo de diez mil llaves agitándose en diez mil ganchos.
—¿Doctora LeBlanc?
La habitación se ha inclinado. Un segundo más tarde habrá resbalado hasta el borde.