Fuerte Nacional
Etienne suplicó a sus carceleros, al guardián del fuerte, a docenas de compañeros prisioneros:
—Mi sobrina, mi sobrina nieta, es ciega, está sola…
Les dijo que tenía sesenta y tres años, no sesenta como ellos afirmaban, que le habían confiscado sus papeles injustamente, que no era un terrorista. Se tambaleó frente al Feldwebel a cargo y balbuceó las pocas frases en alemán que sabía decir (Sie müssen mich helfen! Meine Nichte ist herein dort!), pero el Feldwebel se encogió de hombros como todo el mundo y miró hacia la ciudad que ardía frente al agua como si dijera: qué puede hacer uno ante eso.
Luego los americanos descargaron sus bombas contra el Fuerte y los heridos se acumularon en los sótanos mientras los muertos eran enterrados bajo las rocas, justo por encima de la línea de la marea, y Etienne dejó de hablar.
La marea se retira, luego vuelve a ascender. Etienne concentra toda la energía que le queda en acallar el ruido en su cabeza. A veces casi se convence de que es capaz de ver a través de los ardientes escombros de las mansiones de la costa de la esquina noroeste de la ciudad hasta dar con el tejado de su casa. Casi se convence de que aún está en pie pero luego desaparece de nuevo tras un manto de humo.
No hay almohada ni manta. La letrina es apocalíptica. La comida llega desde la ciudadela de manera irregular gracias a la mujer del guardián, que cruza medio kilómetro de rocas con la marea baja mientras los proyectiles explotan tras ella en la ciudad. Nunca es suficiente. Etienne se entretiene fantaseando con escapar. Salta un muro, nada unos cuantos cientos de metros, se arrastra por el rompeolas y se precipita sobre la playa minada sin cobertura hasta una de las puertas cerradas. Absurdo.
Desde aquí los prisioneros contemplan los proyectiles que revientan en la ciudad antes de que puedan oírlos. Durante la última guerra Etienne conoció artilleros que eran capaces de discernir los efectos de un proyectil al mirar con los prismáticos los colores que emanaban. El gris significaba piedra. El marrón tierra. El rosa carne.
Cierra los ojos. Recuerda las horas que pasó a la luz de una lámpara en la librería de monsieur Hébrard escuchando la primera radio que vio en su vida. Recuerda subir al coro de la catedral para oír la voz de Henri elevándose hacia el techo. Recuerda los estrechos restaurantes con ventanas emplomadas y paredes decoradas con paneles de madera tallada a los que sus padres les llevaban a cenar, las villas de corsarios con sus frisos de vieiras y sus columnas dóricas y sus monedas de oro incrustadas en los muros, los escaparates de los vendedores de armas, los armadores de barcos, los cambistas de dinero y hosteleros, los graffiti que Henri solía hacer en las murallas: «Solo quiero marcharme, que le den a este lugar». Recuerda la casa LeBlanc, ¡su casa!, alta y estrecha con la escalera subiendo en espiral en el centro como una caracola puesta de pie, donde el fantasma de su hermano se desliza entre las paredes de vez en cuando, donde vivió y murió madame Manec, donde no hace tanto tiempo podía sentarse en su sofá con Marie-Laure e imaginar que volaba sobre los volcanes de Hawái, sobre los bosques nubosos de Perú, donde la semana pasada ella se sentó en el suelo con las piernas cruzadas y le leyó un capítulo sobre una pesca de perlas en la costa de Ceilán, el capitán Nemo y Aronnax con sus trajes de buceo y el impulsivo canadiense Ned Land a punto de lanzar su arpón sobre el costado de un tiburón… Todo eso está ardiendo. Todos sus recuerdos.
Sobre el Fuerte Nacional, el amanecer se vuelve profunda, mortalmente claro. La Vía Láctea es un río que se desvanece. Mira a través del fuego. Piensa: el universo está lleno de gasolina.