Luz

Werner es capturado a un kilómetro y medio al sur de Saint-Malo a manos de tres soldados de la resistencia vestidos de civil que recorren las calles en un camión. Al principio creen que han rescatado a un hombre pequeño de pelo blanco, pero cuando oyen su acento y descubren la guerrera alemana debajo de la camisa, deciden que es un espía, una captura fabulosa. Después se dan cuenta de lo joven que es Werner. Lo llevan hasta uno de los secretarios norteamericanos que hay en un hotel requisado transformado ahora en un centro de desarme. Al principio Werner teme que le lleven escaleras abajo (por favor, otro sótano no), pero en vez de eso lo llevan a la tercera planta en la que un intérprete exhausto que ha estado registrando los prisioneros alemanes durante el último mes anota su nombre y su rango, y le hace unas cuantas preguntas de memoria, mientras un empleado revisa la bolsa de Werner y luego se la devuelve.

—Una muchacha —dice Werner en francés—, ¿la han visto…?

Pero el intérprete se limita a sonreír con aire de suficiencia y le dice algo en inglés al secretario, como si todos los soldados alemanes a los que ha entrevistado le hubiesen preguntado por una muchacha.

Lo trasladan a un patio rodeado de concertina en el que hay ocho o nueve alemanes sentados con sus altas botas, sosteniendo unas maltrechas cantimploras en la mano, uno de ellos vestido con la ropa de mujer con la que aparentemente ha intentado escapar. Dos suboficiales, tres soldados y ningún Volkheimer.

Por la noche les sirven sopa de un caldero y él engulle cuatro raciones en una taza de hojalata. Cinco minutos más tarde vomita en una esquina. Por la mañana tampoco es capaz de retener la sopa. Cardúmenes de nubes cruzan el cielo. No oye nada con el oído izquierdo. Repasa imágenes de Marie-Laure —las manos, el pelo—, aun cuando le preocupa arriesgarse a perderlas si se concentra demasiado en ellas. Un día después de su arresto, marcha hacia el este en un grupo de veinte para unirse a otro más grande al que han reunido en un almacén. Al otro lado de las puertas abiertas no puede ver Saint-Malo, pero oye los aviones —cientos de ellos— y ve una enorme columna de humo en el horizonte día y noche. En dos ocasiones los médicos le intentan dar a Werner cazos con gachas, pero sigue sin poder retenerlo. No ha sido capaz de retener nada en el estómago desde los melocotones.

Puede que le esté volviendo la fiebre. Tal vez el lodo que bebieron en el sótano del hotel le ha envenenado. Tal vez su cuerpo se está dando por vencido. Sabe que si no come morirá, pero cuando come se siente morir.

Del almacén les llevan a Dinan. La mayoría de los prisioneros son niños y hombres de mediana edad, los restos dispersos de las compañías. Llevan ponchos, bolsas, cajas. Unos cuantos cargan con maletas de colores vivos que han sacado quién sabe de dónde. Entre ellos caminan parejas de hombres que han luchado hombro con hombro, pero en general se trata de desconocidos, y todos han visto cosas que desean olvidar. Siempre tienen la sensación de que una marea se alza tras ellos, una masa que se reúne con una furia lenta y vindicativa.

Camina con los pantalones de tweed del tío abuelo de Marie-Laure, carga su petate al hombro, tiene dieciocho años. Durante toda su vida los maestros de la escuela, la radio y sus líderes le han hablado del futuro. ¿Qué futuro queda ahora? Frente a él la carretera está vacía y todas las líneas de su pensamiento se inclinan hacia el interior: ve a Marie-Laure desapareciendo en la calle con su bastón como una mota de ceniza que se desprende del fuego y una enorme nostalgia le presiona las costillas.

El 1 de septiembre Werner no se puede poner en pie cuando se despierta. Dos de sus compañeros prisioneros lo llevan hasta el baño y lo vuelven a dejar sobre la hierba. Un joven canadiense con casco de médico le pasa una luz por los ojos y ordena que lo carguen en un camión. Lo llevan a cierta distancia, a una tienda repleta de hombres moribundos. Una enfermera le pone un líquido en el brazo y le da una cucharada de un remedio.

Durante una semana entera vive bajo la extraña luz verdosa del lienzo de la tienda con su bolsa en una mano y las duras esquinas de la pequeña casa de madera en la otra. Cuando se siente con fuerzas juega un poco con ella. Dobla la chimenea, desliza los tres paneles del techo y mira dentro. Admira su construcción.

Cada día algún alma a su derecha o a su izquierda huye al cielo y a él le parece que puede escuchar una música lejana, como si hubiera una radio encerrada que él pudiera oír posando su oído bueno sobre el catre a pesar de que la música es suave y hay momentos en los que ni siquiera está seguro de que exista.

Hay algo que debería enfadarle, Werner está seguro, pero no sabría decir qué es.

—No come —dice una enfermera en inglés.

—¿Tiene fiebre? —dice un hombre con un brazalete de médico.

—Alta. Hay más palabras, y después números. En sueños ve una noche brillante y cristalina con canales helados, linternas de mineros, casas ardiendo y granjeros patinando entre los campos. Ve un submarino soñoliento en medio de la oscura profundidad del Atlántico, y a Jutta asomando la cara a una claraboya y echando el aliento en el cristal. Casi espera ver aparecer la enorme mano de Volkheimer ayudándole a subir al Opel.

¿Y Marie-Laure? ¿Puede ella sentir todavía la presión de su mano entre los dedos como él puede sentir la suya?

Una noche se incorpora. En los catres que están a su alrededor hay seis hombres enfermos o heridos. Una cálida brisa de septiembre recorre el campo y hace bailar las paredes de la tienda.

La cabeza de Werner oscila suavemente sobre su cuello. El viento es fuerte y crece cada vez más y las esquinas de la tienda se tensan contra los cables y al ondear las solapas en los dos extremos puede ver los árboles al otro lado. Todo cruje. Werner mete su viejo cuaderno y la pequeña casa dentro de la bolsa y el hombre que está a su lado murmura preguntas para sí mismo mientras duerme el resto de la maltrecha compañía. Hasta la sed de Werner se ha extinguido. Lo único que siente es la impasible y desnuda explosión de la luz de la luna cayendo sobre la tienda y esparciéndose por todas partes. Ahí fuera, al otro lado de la puerta de la tienda, las nubes se inclinan sobre la copa de los árboles. Hacia Alemania, hacia su hogar.

Plateadas y azules, azules y plateadas.

Hay hojas de papel revoloteando bajo las hileras de catres y el corazón de Werner se acelera. Ve a frau Elena arrodillada frente a la estufa de carbón, avivando el fuego, a los niños en sus camas, a Jutta de bebé durmiendo en su cuna. Su padre enciende una lámpara, entra en el ascensor y desaparece.

La voz de Volkheimer: Podrías ser lo que quisieras…

El cuerpo de Werner parece haber perdido todo su peso bajo la sábana y, más allá de las ondulantes puertas de la tienda, los árboles bailan y las nubes continúan su cargada marcha. Saca de la cama primero una pierna y luego la otra.

—Ernst —dice el hombre que está a su lado—. Ernst.

Pero no hay ningún Ernst; los hombres en los catres no contestan; el soldado norteamericano que está en la puerta duerme. Werner pasa junto a él y sale a la hierba.

El viento se cuela por debajo de su camiseta. Es una cometa, un globo.

En cierta ocasión él y Jutta construyeron un pequeño bote con palos de madera y lo llevaron hasta el río. Jutta lo pintó con colores violetas y verdes y lo puso sobre el agua con gran ceremonia, pero el bote se hundió en cuanto lo apoyó sobre la corriente. Bajó flotando, fuera de su alcance, al tiempo que era engullido por el agua plana y oscura. Jutta miró a Werner con los ojos húmedos y estirándose el borde del roído jersey.

—Está bien —le dijo él—, las cosas casi nunca funcionan a la primera. Haremos otro. Uno mejor.

¿Lo hicieron? Espera que sí. Cree recordar un pequeño bote (uno más digno del mar) flotando río abajo. Navegó hasta una curva y les dejo atrás, ¿no fue así?

La luz de la luna brilla y se hincha, nubes deshechas atraviesan los árboles. Por todas partes flotan hojas. Pero la luz de la luna se mantiene incólume a pesar del viento, atravesando las nubes, el aire, en rayos que a Werner le parecen imposibles, tan lentos son, tan imperturbables. Se sumergen en la mullida hierba.

¿Por qué el viento no mueve también la luz?

Al otro lado del campo un norteamericano contempla a un chico que sale de una tienda y camina hacia los árboles. Se incorpora. Alza una mano.

—Detente —dice.

—Alto —dice.

Pero Werner ya ha cruzado el límite del campo: pisa una mina puesta allí por su propio ejército hace tres meses y desaparece en medio de una polvareda de tierra.

La luz que no puedes ver
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