El más débil (n.º 2)

Diciembre absorbe la luz del castillo. El sol apenas aclara el horizonte antes de hundirse de nuevo. Nieva una vez, dos y después se solidifica sobre los prados. ¿Había visto Werner una nieve tan blanca, una nieve que no se ensuciara inmediatamente con las cenizas y el humo del carbón? Los únicos emisarios del mundo exterior son los ocasionales pájaros cantores que se posan en los tilos del patio interior, descarriados por distantes tormentas o batallas, y dos cabos lampiños que aparecen en el comedor cada semana (siempre después de la plegaria, siempre en el instante en el que los chicos se meten en la boca la primera cucharada de la cena) y pasan por debajo del escudo, se detienen tras un cadete cualquiera y le susurran en el oído que su padre ha muerto en acción.

Otras noches un monitor grita Achtung! y los chicos se ponen de pie al tiempo que entra el comandante Bastian. Los chicos miran en silencio su comida mientras Bastian pasea junto a los bancos pasando el dedo índice por sus espaldas.

—¿Echáis de menos vuestras casas? No debemos preocuparnos por nuestros hogares. Al final todos regresaremos a la casa del Führer. ¿Acaso importa otra casa?

—¡Ninguna! —gritan los chicos.

Todas las tardes, no importa la temperatura que haga, el comandante hace sonar el silbato y el grupo de chicos de catorce años sale a correr mientras él les observa con su abrigo tirante a la altura de la barriga y sus medallas relucientes haciendo girar en el aire su manguera de goma.

—Hay dos tipos de muerte —dice mientras le salen nubes de vaho de la boca a causa del frío—: uno puede morir como un león o desaparecer tan fácilmente como un pelo en una taza de leche. Los débiles, los que no son nadie, mueren con facilidad. —Recorre con la mirada las filas de los chicos mientras hace girar la manguera y luego abre los ojos con dramatismo—. ¿Cómo moriréis vosotros?

Una ventosa tarde saca a Helmut Rödel de la fila. Helmut es un chico pequeño y poco prometedor del sur que lleva las manos cerradas en puños casi todo el tiempo que pasa despierto.

—¿Quién es, Rödel? En tu opinión…, ¿quién es el miembro más débil del cuerpo?

El comandante hace girar la goma. Helmut Rödel no pierde el tiempo.

—Él, señor.

Werner siente como si algo pesado hubiese caído en su interior. Rödel está señalando directamente a Frederick.

Bastian le dice a Frederick que dé un paso al frente. Si el miedo ha oscurecido la cara de su amigo, Werner no lo ve. Frederick parece distraído, casi tranquilo. Bastian le enrosca la goma alrededor del cuello y le lleva a lo largo del campo con la nieve a la altura de las espinillas, se toma su tiempo, hasta que no es más que un oscuro bulto en la distancia. Werner intenta tener contacto visual con Frederick pero sus ojos están demasiado lejos.

El comandante alza el brazo izquierdo y grita:

—¡Diez!

El viento transporta la palabra en la distancia. Frederick parpadea varias veces como suele hacer cuando alguien se dirige a él en clase, esperando a que su mundo interior alcance el exterior.

—¡Nueve!

—Corre —susurra Werner.

Frederick es un corredor decente, más rápido que Werner, pero el comandante parece contar más rápido de lo habitual esta tarde y la ventaja de Frederick también es más corta y además la nieve le dificulta el paso y apenas ha podido recorrer veinte metros cuando Bastian levanta el brazo derecho.

Los chicos salen disparados. Werner corre junto a los demás intentando mantenerse entre los últimos. Los rifles les golpean sincopadamente la espalda. También los chicos más veloces parecen avanzar más rápido de lo habitual, como si estuvieran hartos de que les ganen.

Frederick corre todo lo que puede pero los chicos más rápidos son galgos seleccionados a lo largo de toda la nación. Son veloces y están dispuestos a obedecer. A Werner le parece que corren más fervorosamente, más resueltos que nunca. Están impacientes por descubrir qué sucederá cuando por fin cojan a alguien.

Frederick está a unas quince zancadas de Bastian cuando le alcanzan.

El grupo se arremolina alrededor de los primeros corredores y Frederick y sus perseguidores se ponen de pie, cubiertos por la nieve. Bastian se acerca resuelto. Los cadetes rodean al instructor, respirando pesadamente, muchos de ellos apoyando las manos en las rodillas. La respiración de los chicos produce una nube colectiva de vaho que se desvanece al instante a causa del viento. Frederick está de pie en el centro jadeando, abriendo y cerrando los ojos de largas pestañas.

—Por lo general no se suele tardar tanto —afirma Bastian con suavidad, como para sí mismo— hasta que cogen al primero.

Frederick mira el cielo.

—Cadete, ¿eres el más débil? —pregunta Bastian.

—No lo sé, señor.

—¿No lo sabes?

Una pausa. En el rostro de Bastian fluye una sombra de contrariedad.

—Mírame cuando te hablo.

—Hay gente que es débil en algunos aspectos, señor, y otros en otros.

Los labios del comandante son delgados, tiene los ojos entrecerrados y el rostro se le deforma en una expresión de lenta e intensa malicia. Como si una nube se hubiera retirado y por un instante la verdadera naturaleza deforme de Bastian se hubiese puesto de manifiesto. Se saca la goma del cuello y se la ofrece a Rödel. Rödel no para de parpadear.

—Adelante —le anima Bastian. En cualquier otro contexto podrían haber parecido palabras de ánimo a un chico reacio a meterse en el agua fría—, hazle un favor.

Rödel mira la goma: es negra, de casi un metro de largo, y está rígida por el frío. Pasan unos segundos que a Werner le parecen horas. El viento acaricia la hierba helada alzando motas de nieve y se ve envuelto en una súbita ola de nostalgia de Zollverein: atardeceres en la infancia husmeando las madrigueras cubiertas de hollín, empujando a su hermana en la carretilla. El fango en las aceras, las maldiciones a gritos de los obreros, los chicos en el dormitorio acostados uno con la cabeza junto a los pies del otro, todos los abrigos y pantalones colgados en la pared, frau Elena paseando a medianoche entre las camas como un ángel y murmurando: «Sé que hace frío, pero estoy aquí a vuestro lado, ¿lo veis?».

Jutta, cierra los ojos.

Rödel da un paso adelante, hace oscilar la goma y golpea a Frederick en un hombro. Frederick da un paso atrás. El viento cruza el campo. Bastian dice:

—Otra vez.

Todo se vuelve húmedo y odioso y de una increíble lentitud. Rödel levanta de nuevo el brazo y golpea. En esta ocasión le da a Frederick en la mandíbula. Werner obliga a su mente a que le siga enviando imágenes de casa: la ropa tendida, los dedos sonrosados por el trabajo de frau Elena, los perros en las aceras, el vapor saliendo de los montones de ropa caliente… Quiere gritar con cada centímetro de su cuerpo. ¿No está mal todo esto?

Pues aquí no parece que esté mal.

Dura un buen rato. Frederick soporta un tercer golpe.

—Otra vez.

En el cuarto, Frederick levanta los brazos, la goma le golpea en los antebrazos y se tambalea. Rödel vuelve a hacer girar la goma y Bastian dice:

—Con su maravilloso ejemplo Cristo dirige el camino, ayer y siempre.

Y la tarde entera se voltea, abierta. Werner contempla la escena en retroceso como si la estuviera observando desde el fondo de un largo túnel. Un campo blanco, un grupo de chicos, árboles desnudos, un castillo de juguete, ninguna de esas cosas parece más real que las historias que le contaba frau Elena sobre su infancia en Alsacia o los dibujos que hacía Jutta de París. En seis ocasiones más escucha cómo Rödel hace girar y descarga la goma y el golpe mortecino que provoca en las manos, en los hombros y en la cara de Frederick.

Frederick es capaz de caminar durante horas por el bosque, de identificar currucas a cincuenta metros con solo escuchar su canto. Frederick casi nunca piensa en sí mismo. Frederick es más fuerte que él en casi todos los aspectos. Werner abre la boca pero la cierra de nuevo, se hunde, cierra los ojos, la mente.

En cierto punto cesan los golpes. Frederick tiene la cara contra la nieve.

—¿Señor? —dice Rödel jadeando.

Bastian coge la goma que le ofrece Rödel, se la cuelga alrededor del cuello y se acomoda el cinturón por debajo de la tripa. Werner se arrodilla junto a Frederick y le pone de lado. Le sale sangre de la nariz o del ojo o del oído, puede que de los tres. Uno de los ojos está completamente cerrado por la hinchazón y el otro permanece abierto. Su atención, se da cuenta Werner, está fija en el cielo. Persigue allí el rastro de algo.

Werner se arriesga a echar un vistazo hacia arriba: un halcón solitario atraviesa el firmamento.

Bastian dice:

—Arriba.

Werner se levanta. Frederick no se mueve.

—Arriba —repite Bastian, más despacio esta vez, y Frederick se alza sobre una rodilla. Se pone de pie tembloroso. Tiene un corte en la mejilla del que cae un hilo de sangre. En su espalda hay manchas de humedad que reflejan que se ha empapado hasta la camisa. Werner le ofrece el brazo a Frederick.

—Cadete, ¿eres el más débil?

Frederick no mira al comandante.

—No, señor.

El halcón sigue dando vueltas más arriba. El corpulento comandante rumia un pensamiento durante unos segundos y a continuación su voz se alza por encima del grupo ordenándoles que corran. Cincuenta y siete cadetes cruzan el campo hasta el nevado sendero que va hacia el bosque. Frederick corre junto a Werner, con el ojo izquierdo hinchado y dos regueros de sangre que caen por sus mejillas, el cuello húmedo y marrón.

Las ramas se agitan y resuenan. Los cincuenta y siete chicos cantan al unísono:

Marcharemos adelante,

aunque todo se derrumbe.

Hoy nos escucha nuestra patria;

mañana, el mundo entero.

El invierno en los bosques de la vieja Sajonia. Werner no se arriesga a mirar de nuevo a su amigo. Corre con rapidez a través del frío, con su rifle descargado al hombro. Tiene casi quince años.

La luz que no puedes ver
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