Otoño
Las tormentas oscurecen el cielo, las playas, las calles, y un sol rojo se sumerge en el mar encendiendo todas las fachadas de granito al oeste de Saint-Malo. Tres limusinas con amortiguadores de sonido se deslizan por la rue de la Cross como espectros y una docena de oficiales alemanes, acompañados de otros hombres que llevan focos y cámaras de cine, suben los escalones hacia el Bastion de la Hollande, y pasean por las murallas bajo el frío.
Desde su ventana de la quinta planta Etienne les observa con un telescopio. Son casi veinte en total: capitanes, mayores y hasta un teniente coronel, que se cierran los cuellos de los abrigos y gesticulan hacia los fuertes en las islas. Un soldado trata de encender un cigarrillo a pesar del viento mientras otros se ríen de cómo el viento ha hecho volar su sombrero sobre las almenas.
Cruzando la calle desde la puerta principal de la casa de Claude Levitte hay tres mujeres que se ríen a carcajadas. La luz ilumina las ventanas de Claude a pesar de que en el resto del edificio no hay electricidad. Alguien abre una ventana en una tercera planta y arroja un vaso de licor, y ahí va rodando por la rue Vauborel.
Etienne enciende una vela y sube a la sexta planta. Marie-Laure se ha quedado dormida. Saca de su bolsillo un rollo de papel y lo desenrolla. Ya no insiste en intentar deducir los códigos: ha escrito los números, los ha contemplado, los ha sumado y multiplicado, y no ha sacado nada en claro. O tal vez sí. Porque lo cierto es que Etienne al menos ha dejado de sentirse asqueado por las tardes. Su visión permanece limpia, su corazón tranquilo. Es más, hace ya más de un mes desde que se arrodilló por última vez contra la pared de su estudio y suplicó no ver más fantasmas que atraviesan las paredes. Cada vez que Marie-Laure aparece en la puerta principal con el pan, cada vez que abre esos pequeños rollos con los dedos e inclina la cabeza hacia el micrófono, se siente firme, se siente vivo.
56778. 21. 4567. 1094. 467813.
A continuación la hora y la frecuencia para la siguiente transmisión.
Han estado haciéndolo durante los últimos meses. Cada pocos días llegan nuevos rollos de papel en las barras de pan y últimamente Etienne también transmite música. Siempre de noche y nunca durante más tiempo que la duración de una pieza: sesenta, noventa segundos como mucho. Debussy o Ravel o Massenet o Charpentier. Pone el micrófono sobre la campana del gramófono eléctrico, como hace años, y deja que la aguja se deslice.
¿Quién escucha? Etienne imagina receptores de onda corta disfrazados de cajas de alimentos o escondidos bajo el suelo, receptores enterrados bajo las baldosas u ocultos en las cunas. Imagina dos o tres docenas de oyentes a lo largo de la costa, tal vez alguno más al otro lado del mar, capitanes de barcos libres que transportan tomates, refugiados o armas. Ingleses que esperan los números pero no la música y se preguntan: «¿Por qué?».
Esta noche pone Vivaldi: «L’Autunno - Allegro», un disco que su hermano compró en una tienda de la rue Sainte-Marguerite hace cuatro décadas por cincuenta y cinco céntimos.
El clavecín puntea solitario, los violines hacen grandes florituras barrocas y el bajo y anguloso espacio del desván se colma de sonido. Más allá de las pizarras, a una manzana y treinta metros más abajo, doce oficiales alemanes sonríen ante las cámaras.
Escuchad esto, piensa Etienne. Oíd esto.
Alguien le toca el hombro. Tiene que agarrarse a la pared para no caer del susto. Marie-Laure está tras él en camisón.
La espiral de los violines desciende y luego regresa. Etienne coge de la mano a Marie-Laure y se ponen a bailar juntos bajo el techo inclinado, con el disco sonando y el transmisor enviándolo más allá de las murallas a través de los cuerpos de los alemanes y hacia el mar. Él la hace girar y ella alza y mueve los dedos en el aire. Bajo la luz de las velas ella parece como de otro mundo, con su cara cubierta de pecas y, en el centro de esas pecas, dos ojos inmóviles como ootecas de araña. No le siguen a él pero tampoco le inquietan, más bien parecen estar mirando un lugar al margen, más profundo, un mundo que parece estar compuesto solo por música.
Grácil. Esbelta. Dan vueltas coordinados, aunque nunca comprenderá cómo sabe ella lo que es bailar.
La canción continúa. La deja sonar durante demasiado tiempo. La antena todavía está alzada y seguro que resulta vagamente visible contra el cielo, puede que todo el desván esté brillando como un faro. Pero a la luz de las velas y bajo el dulce influjo del concerto, Marie-Laure se muerde el labio inferior y su cara se desdibuja en un brillo secundario, recordándole los pantanos que están más allá de los muros de la ciudad y esos anocheceres de invierno en los que el sol se ha puesto pero aún no del todo, y las grandes extensiones de juncos reflejan el resplandor rojo y ardiente, lugares a los que solía ir con su hermano y que parecen haber pertenecido a otras vidas.
Esto, piensa, es lo que significan los números.
El concerto termina. Una avispa golpetea una y otra vez contra el techo. El transmisor permanece encendido y el micrófono hundido en la campana del gramófono mientras la aguja recorre el último círculo el disco. Marie-Laure respira pesadamente y sonríe.
Después de que ella haya vuelto a la cama, después de apagar la vela, Etienne se arrodilla durante un buen rato junto a su propia cama. La esquelética figura de la muerte recorre las calles deteniendo su paso de cuando en cuando para echar un vistazo por las ventanas. Con cuernos de fuego sobre la cabeza y humo saliéndole de los agujeros de la nariz, sostiene en su huesuda mano la lista de los nuevos encargos y sus direcciones. Contempla en primer lugar el grupo de oficiales que descargan las limusinas en el Château.
Luego las habitaciones del perfumero Claude Levitte.
A continuación la alta casa de Etienne LeBlanc.
Pasa de largo, jinete. Pasa esta casa de largo.