El sofá volador

Ponen carteles en el mercado, en los postes de la Place Chateaubriand. La gente debe entregar voluntariamente las armas. Todos los que no colaboren serán fusilados. A mediodía del día siguiente los bretones desfilan entregando sus armas, los granjeros acuden desde muchos kilómetros a la redonda en carros con mulas, viejos y lentos marineros entregan sus viejas pistolas y unos cuantos cazadores dejan sus rifles con ira y mirando el suelo.

Al final queda un ridículo montoncito con unas trescientas armas, la mitad de ellas oxidadas. Dos jóvenes gendarmes las amontonan en la parte de atrás de un camión que poco después recorre una calle estrecha, cruza la carretera elevada y desaparece. Nada de discursos, nada de explicaciones.

—Por favor, papá, ¿puedo salir?

—Muy pronto, palomita.

Pero está distraído. Fuma tanto que da la sensación de que él mismo se va a convertir en ceniza. Los últimos días ha estado trabajando frenéticamente en una maqueta de Saint-Malo que asegura que es para ella, todos los días añade casas nuevas, marca la muralla y traza las calles para que ella se aprenda el pueblo del mismo modo en que se aprendió su barrio de París. Madera, cola, clavos, lija: más que reconfortarla, los ruidos y los olores de su desenfrenada urgencia hacen que se ponga más nerviosa. ¿Por qué ha de aprenderse las calles de Saint-Malo? ¿Cuánto tiempo más van a quedarse allí?

En el estudio de la quinta planta Marie-Laure escucha a su tío abuelo mientras le lee El viaje del «Beagle». Darwin ha cazado ñandús en la Patagonia, ha estudiado las lechuzas en Buenos Aires y ha escalado una cascada en Haití. Le interesan los esclavos, las rocas, los truenos, los pájaros y la ceremonia de frotarse la nariz en Nueva Zelanda. Le encanta oír historias sobre las oscuras costas de Sudamérica, con sus impenetrables muros de selvas y las brisas marinas colmadas del hedor de las algas y de los chillidos de las crías de focas. Le encanta imaginar a Darwin por la noche, apoyado en la barandilla del barco, contemplando las olas luminiscentes u observando los recorridos de los pingüinos marcados por una estela verde luminosa.

Bon soir —le dice a Etienne, que está recostado en el sofá de su estudio—, puede que solo sea una niña de doce años pero soy una valiente exploradora francesa que ha venido a ayudarte en tus aventuras.

Etienne finge un acento británico.

—Buenas tardes, mademoiselle. Por qué no me acompaña a la jungla y se come esas mariposas, son tan grandes como platos y a lo mejor no son venenosas… Quién sabe.

—Me encantaría comer esas mariposas, monsieur Darwin, pero creo que antes me comeré estas galletas.

Otras tardes juegan al sofá volador. Se suben al sofá, se sientan uno al lado del otro y Etienne dice:

—¿Adónde vamos esta noche, mademoiselle?

Y ella responde entusiasmada que a la jungla, a Haití o a Mozambique.

—Vaya, esta vez es un viaje muy largo —dice Etienne con una voz distinta, suave y aterciopelada como la lenta pronunciación de un director de orquesta—. Eso es en el Atlántico muy al sur. Fíjate cómo brilla la luna, ¿puedes oler eso? ¿Has notado el frío que hace aquí arriba? ¿Sientes el viento en el pelo?

—¿Y dónde estamos ahora, tío?

—En Borneo. ¿Te gusta? Estamos pasando por encima de la copa de los árboles, se vislumbran unas hojas enormes más abajo. También unos cafetales, ¿sientes el olor?

Y Marie-Laure los huele de verdad porque su tío le está pasando unos granos de café por debajo de la nariz, o tal vez porque de verdad están volando sobre los cafetales de Borneo, no quiere ser ella quien lo decida.

Visitan Escocia, Nueva York, Santiago. Más de una vez se ponen los abrigos y visitan la luna.

—¿Pero tú has visto lo livianos que somos? Podemos trasladarnos moviendo apenas un músculo.

Él la pone en su silla de escritorio con ruedas y la hace girar en círculos hasta que ya no puede reír más porque le duele.

—Toma, prueba un poco de esta fresca y deliciosa carne de luna —dice Etienne y ella siente en la boca algo que se parece mucho al sabor del queso.

Al final siempre se sientan los dos de nuevo uno junto al otro en el sofá y le dan golpes a los cojines hasta que lentamente la habitación se vuelve a materializar a su alrededor.

—Ah —dice él ya más tranquilo, su acento se apaga y un tenue tono de temor regresa a su voz—, aquí estamos de nuevo, en casa.

La luz que no puedes ver
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