La propuesta

Marie-Laure se sienta en su sitio habitual en la esquina de la cocina, el más cercano a la chimenea, y escucha las quejas de las amigas de madame Manec.

—¡El precio de la caballa! —dice madame Fontineau—. ¡Como si hubieran ido a pescarlas a Japón!

—No logro recordar —dice madame Hébrard, directora de la oficina de correos— el sabor de una ciruela en condiciones.

—Y estos ridículos cupones de racionamiento de los zapatos —dice madame Ruelle, la mujer del panadero—. Theo tiene el número 3.501 y ¡ni siquiera han llamado al 400 todavía!

—Ya no se trata solo de los burdeles de la rue de Thévenard. Les están entregando todos los apartamentos de veraneo a los mercenarios.

—El Gran Claude y su mujer están engordando incluso más.

—¡Los malditos boches tienen las luces encendidas todo el día!

—Yo no aguanto otra noche más encerrada con mi marido.

Hay nueve mujeres sentadas alrededor de la mesa cuadrada, rodilla contra rodilla. Las cartillas de racionamiento, los pésimos postres, el deterioro en la calidad de sus esmaltes de uñas: son esos los crímenes que las atormentan. A Marie-Laure le confunde y excita escuchar a tantas personas en una misma habitación: se alborotan cuando deberían estar serias y las bromas son cada vez más sombrías. Madame Hébrard se queja de la imposibilidad de conseguir azúcar moreno natural; la queja de otra mujer sobre el tabaco se desintegra a mitad de frase para convertirse en un ataque de risa al comentar el descomunal tamaño del culo del perfumero. Huelen a pan correoso, a habitaciones cerradas atestadas de enormes y oscuros muebles bretones.

—Pues la chica de Gautier se quiere casar —dice madame Ruelle—. La familia ha tenido que fundir todas sus joyas para conseguir oro suficiente para un anillo. El oro tiene un impuesto del treinta por ciento según las autoridades de la ocupación y el joyero cobra otro treinta por ciento. ¡Cuando consigan terminar de pagarle no quedará ni el anillo!

La tasa de intercambio es una farsa, el precio de las zanahorias indefendible, la hipocresía campa por doquier. Por fin madame Manec cierra la cocina con llave y se aclara la garganta. Las mujeres se callan.

—Somos nosotros los que hacemos que su mundo siga girando —dice—. Madame Guiboux, es su hijo el que repara sus zapatos. Madame Hébrard, usted y su hija les clasifican el correo. Y madame Ruelle les hace casi todo el pan.

El ambiente se tensa. A Marie-Laure le parece que las mujeres están mirando a alguien que se desliza sobre una fina capa de hielo o que pone una mano sobre las llamas.

—¿Qué quiere decir?

—Que podemos hacer algo.

—¿Ponerles bombas en los zapatos?

—¿Cagar en el pan?

Se oye una frágil risita.

—Nada tan atrevido como eso, pero podemos hacer cosas más pequeñas, más sencillas.

—¿Como qué?

—Antes necesito saber si están dispuestas.

El silencio cae como un plomo. Marie-Laure las siente a todas en tensión. Nueve mentes cambiando despacio de actitud. Piensa en su padre —¿por qué motivo está en prisión?— y sufre.

Dos mujeres ponen como pretexto tener que atender a sus nietos y se retiran. Las otras tiran de sus blusas y remueven las sillas como si la temperatura en la cocina hubiese subido. Se quedan seis. Marie-Laure se sienta entre ellas y se pregunta quién cederá, quién delatará, quien será la más valiente, quién resistirá hasta el último suspiro y usará sus últimas palabras para maldecir a los invasores.

La luz que no puedes ver
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