Nadel im Heuhaufen

Es medianoche. Los perros de caza del doctor Hauptmann se persiguen por el campo helado junto a la escuela como gotas de mercurio que se resbalan por una superficie blanca. Detrás va Hauptmann con su capa de piel, avanzando a zancadas cortas como si contara los pasos de una enorme distancia. En último lugar va Werner, lleva un par de transceptores que ha estado probando con Hauptmann desde hace meses.

Hauptmann se da la vuelta, le brilla la cara.

—Déjalos aquí, Pfennig, este es un sitio agradable, tiene un buen campo visual. He enviado a nuestro amigo Volkheimer más adelante, está en algún sitio en la colina.

Werner no ve ningún rastro, solo un bulto brillante bajo la luz de la luna y el blanco bosque a lo lejos.

—Se ha llevado el transmisor KX en una caja de municiones —dice Hauptmann—, se ha escondido y va a transmitir constantemente hasta que lo encontremos o hasta que le dure la batería. Ni siquiera yo sé dónde está. —Golpea sus manos enguantadas y los perros se arremolinan a su alrededor con respiración humeante—. Diez kilómetros cuadrados. Localiza el transmisor, encuentra a tu amigo.

Werner mira hacia los diez mil árboles cubiertos por la nieve como por un manto.

—¿Ahí fuera, señor?

—Ahí fuera. —Hauptmann saca una botellita de su bolsillo y la desenrosca sin mirarla—. Esta es la parte divertida, Pfennig.

Hauptmann da patadas en el suelo y abre un claro en la nieve y Werner instala el primer transceptor. Usa un metro para calcular al paso doscientos metros e instala el segundo. Desenrosca los cables, levanta las antenas y los enciende. Sus dedos se han adormecido.

—Inténtalo con ochenta metros, Pfennig. Normalmente los equipos no sabrían en qué banda buscar. Pero como esta noche es nuestra primera prueba en campo abierto, haremos un poco de trampa.

Werner se pone los auriculares y siente los oídos llenos de estática. Sube el control de la ganancia de antena, ajusta los filtros. Sintoniza enseguida en los dos transceptores el sonido metálico del transmisor de Volkheimer.

—Lo tengo, señor.

Hauptmann esboza una sonrisa sincera. Los perros saltan y olfatean excitados. Saca de su abrigo un marcador de cera.

—Hazlo sobre la radio. Los equipos no siempre tienen papel, no en el campo de batalla.

Werner escribe la ecuación en el revestimiento de metal del transceptor y comienza a programar los números. Hauptmann le alcanza una regla de cálculo. Dos minutos más tarde Werner consigue un vector y una distancia: dos kilómetros y medio.

—¿Y en el mapa? —La pequeña y aristocrática cara de Hauptmann rezuma placer.

Werner dibuja las líneas con un transportador y un compás.

—Tú primero, Pfennig.

Werner dobla y guarda el mapa en un bolsillo de su abrigo, recoge los transceptores y carga cada uno en una mano como si fueran dos maletas a juego. Minúsculos cristales de nieve caen tamizados a través de la luz de la luna. Muy pronto la escuela y sus muros exteriores parecen de juguete sobre la blanca planicie. La luna se esconde como un ojo con el párpado a medio caer. Los perros se mantienen cerca de su amo, soltando vaho por la boca. Werner suda.

Descienden por un desfiladero y vuelven a subir. Un kilómetro, dos.

—Sublimidad —dice Hauptmann, jadeante—. ¿Sabes lo que significa, Pfennig? —Está alegre, animado, casi parlanchín—. Es el instante en el que una cosa está a punto de convertirse en otra. El día en la noche, el capullo en mariposa, el cervatillo en corzo, el experimento en resultado. El chico en hombre.

A continuación realizan una tercera escalada, Werner despliega el mapa y comprueba su dirección con el compás. Por todas partes resplandecen árboles silenciosos. No hay más rastros que los suyos. La escuela ha desaparecido a sus espaldas.

—¿Quiere que instale de nuevo los transceptores?

Hauptmann se lleva los dedos a los labios.

Werner vuelve a triangular y observa lo cerca que se encuentran de su lectura original, a menos de medio kilómetro. Vuelve a guardar los transceptores y reemprende el camino; ahora va a la caza, persigue un olor que los tres perros también sienten. Werner piensa: he encontrado la solución, lo estoy resolviendo, los números se están volviendo reales. Y los árboles descargan nubes de nieve, y los perros se congelan y arrugan los hocicos concentrados en el olor, indicando la dirección como si se tratara de un faisán. Hauptmann levanta una mano y, al fin, Werner, pasando a través de un hueco entre los árboles, entorpecido por el peso de las grandes cajas, ve la forma de un hombre tumbado boca arriba sobre la nieve con un transmisor a sus pies y la antena alzada entre las ramas bajas.

El Gigante.

Los perros tiemblan fijos en sus posturas. Hauptmann mantiene la mano alzada. Con la otra sostiene la pistola.

—A esta distancia, Pfennig, no puedes dudar.

Volkheimer está ante ellos de perfil, mostrando su lado izquierdo. Werner ve cómo sube y se dispersa el vapor de su respiración. Hauptmann apunta con su Walther directamente hacia Volkheimer y durante un largo y alarmante momento Werner está convencido de que su profesor está a punto de dispararle, que todos y cada uno de los cadetes se encuentran en grave peligro, y no puede dejar de oír a Jutta junto al canal diciéndole: ¿Te parece correcto hacer algo solo porque todo el mundo lo hace? Algo en el corazón de Werner le obliga a cerrar los ojos y entonces el pequeño profesor alza el brazo y dispara al cielo.

Volkheimer da un salto y se acuclilla tapándose la cabeza mientras los perros le rodean. Werner siente como si el corazón le hubiera estallado en mil pedazos dentro del pecho.

Cuando los perros se le echan encima Volkheimer alza los brazos. Le conocen bien, saltan jugando mientras ladran y corretean. Werner contempla cómo el enorme muchacho se los quita de encima como si fueran gatos domésticos. El doctor Hauptmann se ríe. Su pistola humea, le da un largo trago a la petaca y se la pasa a Werner. Werner se la lleva a los labios. Después de todo, ha conseguido agradar a su profesor. El transceptor funciona y él está en el exterior bajo una noche luminosa, estrellada, sintiendo el ardiente resplandor del brandy que baja por su garganta.

—Esto —dice Hauptmann— es lo que hacemos con los triángulos.

Los perros dan vueltas y se alejan excitados. Hauptmann orina bajo los árboles. Volkheimer camina fatigosamente detrás de Werner cargando el gran transmisor KX. Así parece incluso más grande. Apoya una enorme mano enfundada en una manopla sobre el gorro de Werner.

—No son más que números —dice lo bastante bajo como para que Hauptmann no lo pueda oír.

—Pura matemática, cadete —añade Werner imitando el entrecortado acento de Hauptmann. Junta las yemas de los dedos de sus manos enguantadas, las cinco contra las cinco—. Tienes que acostumbrarte a pensar de esa forma.

Es la primera vez que Werner escucha la risa de Volkheimer y su semblante cambia, deja de ser amenazador y se vuelve benévolo como un niño gigante, alguien parecido a la persona en la que se convierte cuando escucha música.

Durante todo el día siguiente, el placer del éxito perdura en la sangre de Werner, el recuerdo de cómo le parecía algo sagrado caminar de regreso al castillo junto al gigante Volkheimer, pasar junto a los árboles helados y las habitaciones repletas de niños dormidos y alineados como lingotes de oro en una cámara acorazada. Al desvestirse junto a su litera Werner sintió un instinto de protección casi paternal por los demás chicos mientras el pesado Volkheimer seguía su camino hacia el dormitorio de los mayores como un ogro entre ángeles, un guardia que cruza un campo de tumbas en mitad de la noche.

La luz que no puedes ver
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