Frederick

Werner gasta el último dinero que tiene en un billete de tren. La tarde es lo bastante luminosa pero es como si Berlín no quisiera aceptar la luz del sol, como si sus edificios se hubiesen vuelto más sombríos y sucios en los meses que han transcurrido desde su anterior visita. Aunque a lo mejor solo han cambiado los ojos que lo miran.

En vez de llamar directamente al timbre, Werner da la vuelta a la manzana tres veces. Las ventanas del apartamento están uniformemente oscuras, no sabría decir si la luz está apagada o las ventanas cegadas. En cierto punto de cada vuelta pasa frente a un escaparate con maniquíes desnudos, y, a pesar de que sabe que no es más que un efecto de la luz, no puede evitar que su mirada los vea como cadáveres ahorcados con cuerdas.

Finalmente llama al timbre del número 2. Nadie contesta. Por las placas de identificación se da cuenta de que ya no residen en el número 2. Su nombre está ahora en el número 5. Llama. Se oye un zumbido.

El ascensor no funciona, de modo que sube caminando.

Se abre la puerta. Es Fanni con su cara aterciopelada y sus pequeños colgajos de piel bajo los brazos. Le contempla de la misma forma en que un prisionero mira a otro. Luego la madre de Frederick sale de una habitación con ropa de tenis.

—Pero Werner…

Por un instante se pierde en un ensimismamiento inquieto, rodeada de muebles elegantes, algunos envueltos en gruesas mantas de lana. ¿Acaso se lo echará en cara? ¿Pensará que ha sido parcialmente responsable? ¿Lo es? Pero entonces parece como si despertara, le besa en ambas mejillas y su labio inferior tiembla ligeramente. Como si el hecho de que él se hubiese materializado le impidiera mantener a raya ciertas sombras.

—No sabrá quién eres. Y no intentes hacerle recordar, lo único que conseguirás es alterarle. Pero estás aquí, supongo que eso ya es algo. Estaba a punto de irme. Siento mucho no poder quedarme. Acompáñale, Fanni.

La criada le lleva hasta un enorme cuarto de estar con los techos decorados con florituras y las paredes delicadamente pintadas de azul pálido. Aún no han colgado los cuadros y las estanterías siguen vacías. Hay cajas de cartón sobre el suelo. Frederick está sentado frente a una mesa de cristal al fondo de la habitación y tanto la mesa como el muchacho parecen pequeños entre tanto desorden. Le han peinado con raya al lado muy marcada y su holgada camisa de algodón se ha fruncido por detrás de los hombros, de tal forma que el cuello está torcido. Sus ojos no se alzan para mirar al visitante. Lleva las viejas gafas de pasta negra. Alguien ha estado alimentándole, la cuchara está sobre la mesa y aún quedan restos de papilla en los bigotes de Frederick y sobre el mantel individual, que está hecho de algodón y tiene pintados unos niños alegres de mejillas sonrojadas y zuecos en los pies. Werner es incapaz de mirarlo.

Fanni carga otras tres cucharadas que mete en la boca de Frederick y al terminar le limpia los labios. Dobla el mantel y se retira por la puerta hacia lo que debe de ser la cocina. Werner sigue de pie con las manos cruzadas sobre el cinturón.

Un año. Algo más. Werner se da cuenta de que Frederick ya se afeita. O de que alguien le afeita.

—Hola, Frederick.

Frederick echa la cabeza hacia atrás y mira a Werner a través de los cristales manchados.

—Soy Werner. Tu madre me ha dicho que a lo mejor no me recuerdas. Soy tu amigo de la escuela.

Más que mirar a Werner, Frederick parece estar mirando a través de él. Sobre la mesa hay un montón de papeles en los que aparece dibujada una torpe espiral hecha por una mano pesada.

—¿La has hecho tú?

Werner alza el primer dibujo. Bajo ese papel hay otro y luego otro con treinta o cuarenta espirales que ocupan la página completa, hechas con el mismo trazo severo. Frederick deja caer la barbilla contra el pecho seguramente asintiendo. Werner echa un vistazo alrededor: un arcón, una caja de ropa blanca, el azul pálido de las paredes y el blanco brillante del revestimiento de la madera. La última luz de la tarde reluce a través de las altas cristaleras y el aire huele a limpiador de plata. El apartamento de la quinta planta es desde luego más agradable que el de la segunda, los techos son altos y están decorados con florituras de estuco: frutas, flores, hojas de plátano.

Uno de los labios de Frederick está torcido, se le ven los dientes superiores y un hilillo de baba le cuelga de la barbilla y toca el papel. Werner es incapaz de aguantarlo un segundo más y llama a la sirvienta. Fanni se asoma por la puerta.

—¿Dónde está aquel libro? Ese de los pájaros, en una funda dorada.

—No creo que tengamos un libro así.

—Sí que lo tienen.

Fanni se limita a negar con la cabeza y a cruzar las manos sobre el delantal.

Werner levanta las tapas de algunas cajas y mira el interior.

—Seguro que está por aquí.

Frederick comienza a dibujar una nueva espiral en una hoja en blanco.

—¿Quizá en esta?

Fanni está junto a Werner, le agarra la muñeca y la separa de la caja que estaba a punto de abrir.

—No lo creo —repite—, nunca hemos tenido un libro así.

A Werner le ha empezado a picar todo el cuerpo. Al otro lado de la enorme ventana los tilos se balancean adelante y atrás. La luz se retira. A dos manzanas de distancia hay una señal luminosa en lo alto de un edificio que dice: Berlín fuma Junos.

Fanni regresa a la cocina.

Werner contempla a Frederick mientras dibuja una nueva y tosca espiral con el lápiz apretado en un puño.

—Me voy de Schulpforta, Frederick. Me han cambiado la edad y me mandan al frente.

Frederick levanta el lápiz, lo estudia y luego continúa.

—En menos de una semana.

Frederick empieza a mover la boca como si quisiera masticar el aire.

—Estás muy guapa —dice. No le habla directamente a Werner y sus palabras están más cerca de parecer gemidos—. Estás muy guapa, mamá.

—No soy tu mamá —sisea Werner—, lo sabes muy bien.

La expresión de Frederick carece de artificio. La sirvienta les escucha desde algún lugar de la cocina. No se oye ningún otro sonido, no hay tráfico, ni aviones, ni trenes, ni radios, ni el espectro de frau Schwartzenberger haciendo temblar el ascensor. No hay consignas, ni cantos, ni estandartes de seda, ni bandas, ni trompetas, ni madre, ni padre, ni comandantes de dedos resbaladizos deslizando un dedo por su espalda. La ciudad parece totalmente inmóvil como si todo el mundo escuchara o esperara oír a alguien resbalándose.

Werner observa el azul de las paredes y piensa en Pájaros de América, en la garza de cabeza amarilla, en el parúlido de Kentucky, en la tangara escarlata, un glorioso pájaro tras otro mientras la mirada de Frederick queda detenida en algún terrible lugar intermedio, cada ojo como una piscina estancada en la que Werner no se atreve a mirar.

La luz que no puedes ver
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