El chico

Cinco calles hacia el norte, un soldado alemán de dieciocho años y pelo blanco llamado Werner Pfennig se despierta con el débil tarareo de un staccato, poco más que un ronroneo. Las moscas golpean el cristal de una ventana a lo lejos.

¿Dónde se encuentra? Siente el perfume dulce y ligeramente químico del aceite para las armas mezclado con el de la madera sin barnizar de las cajas de proyectiles y el de naftalina del viejo cobertor: está en el hotel. L’hôtel des Abeilles: el hotel de Las Abejas.

Todavía es de noche. Aún es temprano.

Desde el mar llegan pitidos y explosiones. El ataque antiaéreo es cada vez más fuerte. Un cabo atraviesa a toda prisa el corredor hacia la escalera.

—¡Ve al sótano! —grita por encima del hombro y Werner enciende su linterna, enrolla su manta, la guarda en el saco y comienza a atravesar el pasillo.

Hace no mucho tiempo el hotel de Las Abejas era un sitio alegre, tenía persianas color azul claro en la fachada, se ofrecían ostras sobre hielo en el café y los camareros bretones limpiaban las copas tras la barra vestidos con traje y pajarita. Tenía veintiún habitaciones de huéspedes, imponentes vistas al mar y en el vestíbulo una chimenea del tamaño de una furgoneta. Los parisinos que iban a pasar los fines de semana solían tomar sus aperitivos allí, y, antes que ellos, algún que otro embajador de la República —o ministros, viceministros, clérigos y almirantes—, y, antes que ellos, ladrones de piel curtida por el viento: asesinos, saqueadores, rateros y marinos.

Pero antes de eso, antes incluso de que fuera un hotel, hace cinco siglos, fue la casa de un acaudalado corsario que decidió abandonar el saqueo de barcos para estudiar a las abejas que vivían en los pastos a las afueras de Saint-Malo; allí fue donde se dedicó a garabatear cuadernos de notas y a comer miel directamente del panal. Los escudos de los dinteles de las puertas aún conservan abejorros tallados en madera de roble, la fuente cubierta por la hiedra en el patio tiene la forma de una colmena. Los favoritos de Werner son los cinco descoloridos frescos que hay en el techo de las habitaciones más lujosas y en los que abejas del tamaño de niños pequeños flotan sobre un telón de fondo azul; zánganos enormes y perezosos y abejas obreras de alas diáfanas. Sobre una bañera hexagonal, una reina solitaria de casi tres metros se curva a lo largo del techo con ojos múltiples y abdomen dorado.

Durante las últimas cuatro semanas el hotel se ha ido transformando en algo distinto: una fortaleza. Un destacamento antiaéreo austriaco ha tapiado todas las ventanas y volcado todas las camas, la entrada ha sido reforzada y han cubierto las escaleras con cajas de balas de artillería. El cuarto piso del hotel, cuyas habitaciones dan al jardín con balcones franceses abiertos directamente a la muralla, se ha convertido en el hogar de un envejecido cañón antiaéreo de alta velocidad llamado «88», con capacidad para disparar proyectiles de diez kilos a una distancia de casi quince kilómetros.

Los austriacos lo llaman «Su Majestad» y durante la última semana lo han atendido de la misma forma en que las abejas obreras atienden a su reina. Lo han alimentado con aceites, lo han repintado y han lubricado las ruedas, hasta han puesto bolsas de arena a sus pies como si se tratara de ofrendas.

El acht acht[1] real, un rey exterminador destinado a protegerlos.

Werner está en la escalera, a medio camino hacia la planta baja, cuando el 88 dispara dos veces en sucesiones rápidas. Es la primera vez que escucha el cañón tan de cerca y suena como si alguien hubiese arrancado de cuajo la parte superior del hotel. Se tropieza y se cubre las orejas con los brazos. Las paredes retumban hasta lo más profundo, hasta los cimientos, pero luego se recuperan.

Werner escucha a los austriacos dos plantas más arriba precipitándose a cargarlo de nuevo y a continuación el chillido de los dos proyectiles alejándose a toda velocidad hacia el océano, a tres o cuatro kilómetros de distancia. Se da cuenta de que uno de los soldados está cantando. O tal vez no sea solo uno. Tal vez estén cantando todos. Ocho hombres de la Luftwaffe, ninguno de los cuales va a seguir con vida dentro de una hora, cantando una canción de amor a su reina.

Werner camina tras el rayo de su linterna a través del vestíbulo. Disparan el gran cañón por tercera vez, se rompen los cristales en alguna habitación cercana, un torrente de hollín baja por la chimenea y las paredes del hotel resuenan como las de una campana. Werner teme que el sonido le arranque los dientes de las encías.

Empuja la puerta del sótano para abrirla y se detiene un instante, no consigue ver con claridad.

—¿Está sucediendo de verdad? —pregunta—. ¿En serio han llegado?

Pero ¿quién está ahí para contestarle?

La luz que no puedes ver
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