Fuerte Nacional
La tercera tarde del asedio a Saint-Malo los bombardeos se detienen como si los artilleros se hubiesen quedado súbitamente dormidos sobre sus armas. Hay coches quemados, árboles quemados, casas quemadas. Los soldados alemanes beben vino en los búnkeres. Un sacerdote echa agua bendita sobre las paredes del sótano de la universidad. Dos caballos, enloquecidos por el miedo, comienzan a dar coces contra la puerta del garaje en el que han sido encerrados y galopan entre las casas humeantes de la Grand Rue.
Sobre las cuatro de la tarde, un obús de campo norteamericano dispara un único proyectil mal dirigido a tres kilómetros de distancia. Navega sobre las murallas de la ciudad y estalla contra el parapeto norte del Fuerte Nacional, en el que trescientos ochenta franceses han sido retenidos contra su voluntad bajo una protección mínima. Nueve mueren al instante. Uno de ellos, con las cartas de la partida de bridge todavía en las manos.