Château
Marie-Laure y su padre llegan a Evreux dos días después de haber salido de París. Los restaurantes están cerrados o atestados de gente. Dos mujeres vestidas de fiesta están sentadas en los escalones de la catedral. Un hombre yace boca abajo entre los puestos del mercado, inconsciente o tal vez algo peor.
No hay servicio de correo. Ha caído la línea de telégrafo. La última edición del periódico salió hace treinta y seis horas. En la prefectura, la cola para los cupones de gasolina emerge como una serpiente por la puerta y da una vuelta a la manzana.
Los primeros dos hoteles están llenos, el tercero ni siquiera abre la puerta. Cada cierto tiempo el cerrajero se descubre mirando hacia atrás por encima del hombro.
—Papá —balbucea Marie-Laure, desconcertada—, mis pies…
Enciende un cigarrillo: le quedan tres.
—No falta mucho, Marie.
En el límite occidental de Evreux la carretera está vacía y la campiña también. Comprueba una y otra vez la dirección que le ha dado el director. «Monsieur François Giannot. Rue St. Nicolas 9». Pero cuando llegan, la casa de monsieur Giannot está en llamas. Una sombría columna de humo se eleva en medio de un atardecer inmóvil a través de los árboles. Un coche se ha estrellado contra la casa del guarda y ha arrancado la verja de sus bisagras. La casa —o lo que queda de ella— es grande: tiene veinte ventanas en la fachada, enormes postigos recién pintados y unos setos bien cuidados en el frente. Un château.
—Huele a humo, papá.
Guía a Marie-Laure por un paseo de grava. A cada paso su mochila le parece un poco más pesada: tal vez es la piedra que está en el fondo. No brilla ningún charco sobre la gravilla ni se ve ningún bombero frente a la casa, en los escalones de la parte delantera hay dos urnas idénticas derrumbadas y una lámpara de araña que se ha desprendido del techo yace despatarrada en las escaleras de la entrada.
—¿Qué se está quemando, papá?
Un niño se acerca hasta ellos a través del nebuloso crepúsculo: no es mayor que Marie-Laure, está manchado de ceniza y avanza empujando un carrito de comida por el camino de grava. Las pinzas y cucharas de plata que lleva colgando repiquetean con sonidos metálicos, las rueditas se bloquean y traquetean. En cada una de las esquinas sonríe un pequeño querubín pulido.
El cerrajero pregunta:
—¿Es esta la casa de François Giannot?
Al pasar, el niño no registra ni la pregunta ni a la persona que se la hace.
—¿Sabes lo que le ha sucedido a…?
Se detienen los sonidos del carrito.
Marie-Laure le tira del dobladillo del abrigo.
—Papá, por favor.
Enfundada en su abrigo y recortada sobre un fondo de árboles oscuros, su rostro tiene un aspecto más pálido y asustado que nunca. ¿Le había exigido tanto esfuerzo alguna vez?
—Se ha incendiado una casa, Marie-Laure, y la gente está robando las cosas.
—¿Qué casa?
—La casa por la que hemos hecho todo este camino.
Por encima de la cabeza de Marie-Laure se ve el brillo de las llamas que aún están consumiendo los marcos de las puertas y que se atenúan cuando sopla la brisa. Un agujero en el techo enmarca el cielo oscurecido.
Tras el hollín aparecen otros dos niños arrastrando un cuadro con un marco dorado que tiene el doble de su tamaño, el rostro de algún tatarabuelo muerto hace mucho tiempo con el ceño fruncido. El cerrajero levanta una mano para detenerlos.
—¿Fueron los aviones?
Y uno responde:
—Ahí dentro hay muchos más.
El lienzo del cuadro está ondulado.
—¿Sabes dónde está monsieur Giannot?
El otro dice:
—Se marcharon corriendo ayer con el resto de las cosas. A Londres.
—No se lo digas —dice el primero.
Los niños se alejan trotando con el trofeo por la entrada para coches y desaparecen en la penumbra.
—¿A Londres? —murmura Marie-Laure—. ¿El amigo del director se ha ido a Londres?
Flotan entre sus piernas trozos de papel ennegrecido, las sombras susurran entre los árboles, un melón rasgado rueda por el camino como si fuera una cabeza cortada. El cerrajero está viendo demasiadas cosas. Durante todo el día, kilómetro tras kilómetro, se ha dejado llevar y ha imaginado que les iban a recibir con la mesa puesta; unas patatas pequeñas con un centro humeante en el que él y Marie-Laure podrían hundir tenedores y sacarlos llenos de mantequilla, cebollas escalonias, setas, huevos duros y bechamel. Café y cigarrillos. Él le daría la piedra a monsieur Giannot, y el hombre sacaría del bolsillo de su chaqueta unos impertinentes metálicos, se los pondría en los ojos y le diría si es verdadero o falso. A continuación Giannot lo enterraría en algún lugar del jardín o lo ocultaría tras algún panel secreto en las paredes y eso sería todo. Misión cumplida. Je ne m’en occupe plus[5]. Luego les ofrecerían una habitación privada, se darían un baño. Tal vez hasta les lavarían la ropa. Monsieur Giannot les contaría alguna anécdota graciosa sobre su amigo, el director del museo, y por la mañana los pájaros cantarían y un periódico recién impreso anunciaría el fin de la invasión y la entrega de unas lógicas concesiones. Él regresaría a su conserjería y por las noches seguiría añadiendo pequeñas ventanas de guillotina a las minúsculas casas de madera de la maqueta. Bonjour, bonjour. Todo igual que antes.
Pero nada es igual que antes. Los árboles parecen furiosos, la casa arde y de pie en el camino de grava, cuando ya apenas queda luz, al cerrajero se le ocurre un pensamiento perturbador: alguien podría venir a buscarnos, alguien podría estar al tanto de lo que llevo conmigo.
Conduce a Marie-Laure de vuelta a la carretera a paso rápido.
—Papá, mis pies.
Se pone la mochila por delante, acomoda los brazos de Marie-Laure en torno a su cuello y la carga a sus espaldas. Pasan junto a la casa derribada del guarda y al coche estrellado y giran no hacia el este, hacia el centro de Evreux, sino hacia el oeste. Dejan atrás unas figuras en bicicleta, unos rostros esqueléticos manchados de desconfianza, de miedo, tal vez de ambas cosas. Aunque puede que sea la mirada del cerrajero la que está sucia.
—No tan rápido —suplica Marie-Laure.
Descansan sobre la hierba a veinte pasos de la carretera. Allí lo único que queda es la noche, los búhos que ululan desde los árboles y los murciélagos cazando insectos sobre una zanja al costado del camino. Un diamante, recuerda el cerrajero, es apenas un trozo de carbón condensado en las entrañas de la tierra durante eras que ha ascendido hasta la superficie en un tubo volcánico. Alguien lo talla y otra persona lo pule. Es capaz de albergar una maldición tanto como la hoja de un árbol, un espejo o una persona. En este mundo solo existe la suerte, la suerte y la física.
Lo que transporta no es más un trozo de vidrio. Un entretenimiento.
A sus espaldas, por encima de Evreux, un muro de nubes se enciende una vez, luego otra más. ¿Son rayos? Sobre la carretera, más adelante, se divisan varias hectáreas de heno sin cortar y los amables perfiles de construcciones campestres en la penumbra —una casa y un establo—. Nada se mueve.
—Marie, allí hay un hotel.
—Pero tú dijiste que los hoteles estaban llenos.
—Este parece agradable. Vamos. Estamos cerca.
Vuelve a cargar a su hija otros ochocientos metros. Las ventanas de la casa permanecen a oscuras a medida que se acercan. El establo está a menos de cien metros de distancia e intenta oír algo más allá del flujo de la sangre en sus oídos. No hay perros ni antorchas. Tal vez los campesinos hayan huido también. Posa a Marie-Laure frente a la entrada del establo, golpea suavemente, espera y vuelve a golpear.
El candado es un reluciente y nuevo Burguet con un único pestillo; lo abre con facilidad con sus herramientas. En el interior hay avena, cubos con agua y tábanos que dan vueltas en círculos, pero no se ven caballos por ninguna parte. Abre un compartimento, ayuda a Marie-Laure a instalarse en una esquina y le quita los zapatos.
—Voilà —dice—, parece que uno de los huéspedes ha entrado en el vestíbulo con el caballo así que es posible que huela mal durante un rato. Los botones lo están sacando justo en este momento. Ves…, ya está. ¡Adiós, caballo! ¡Vete al establo a dormir!
Marie-Laure tiene una expresión distante, está como perdida.
Detrás del establo hay una huerta. A pesar de la poca luz logra recoger unas cuantas alcachofas, puerros y lechugas. También algunas fresas, aunque la mayoría aún están verdes, y tiernas zanahorias blancas con motas de tierra negra coagulada entre las fibras. Nada se mueve, ningún granjero se materializa tras la ventana con un rifle. El cerrajero regresa con la camisa cargada de verduras, llena un cubo de hojalata en el grifo, cierra con cuidado la puerta del establo y alimenta a su hija en la oscuridad. A continuación dobla su abrigo, apoya encima la cabeza de Marie-Laure y le limpia la cara con un pañuelo.
Solo le quedan dos cigarrillos. Inhala, exhala.
Recorre los caminos de la lógica. Todo efecto tiene una causa y todo dilema, una solución. Todos los candados tienen una llave. Pueden regresar a París, pueden quedarse aquí o pueden continuar.
Del exterior llega el suave ulular de los búhos. El retumbar distante de los truenos o tal vez la artillería, ambos quizá. Dice:
—Este hotel es muy barato, ma chérie. El posadero me ha dicho en recepción que nuestra habitación sale a cuarenta francos la noche pero que si nos construimos la cama nosotros mismos nos cobrará solo veinte. —Escucha la respiración de su hija—. Así que le he contestado: «De acuerdo, nos haremos la cama nosotros mismos». Y él me ha respondido: «Muy bien, señor, en ese caso le daré madera y algunos clavos».
Marie-Laure sigue sin sonreír.
—¿Vamos a ir a casa del tío Etienne?
—Sí, Marie.
—¿El que está un setenta y seis por ciento loco?
—Lo estaba como tu abuelo, su hermano, cuando murió, en la guerra. «Se le metió gas en la cabeza», solían decir entonces. Luego empezó a ver cosas.
—¿Qué tipo de cosas?
El rumor o los truenos se oyen cada vez más cerca. El establo tiembla ligeramente.
—Cosas que no existían en realidad.
Las arañas dibujan sus redes entre las vigas. Las polillas aletean contra las ventanas. Comienza a llover.