El club de las viejas damas de la Resistencia
Madame Ruelle, la esposa del panadero —una mujer de voz suave que huele casi siempre a levadura pero también a harina o al dulce aroma de las manzanas cortadas—, ata una escalera al techo del coche de su marido, conduce al anochecer por la carretera de Carentan junto a madame Guiboux y cambia las señales de la carretera con un juego de llaves. Regresan borrachas y riéndose a la cocina del número 4 de la rue Vauborel.
—Ahora Dinan está a veinte kilómetros hacia el norte —dice madame Ruelle.
—¡Justo en medio del mar!
Tres días más tarde, madame Fontineau oye que el comandante de la guarnición alemana es alérgico a las varas de oro. Madame Carré, la florista, hacen un gran ramo de estas flores y lo lleva hasta el Château.
Las mujeres logran desviar un cargamento de fibra sintética a un destino incorrecto. Imprimen intencionadamente un horario de trenes lleno de errores. Madame Hébrard, la directora de la oficina de correos, esconde en sus bragas una carta procedente de Berlín que parece importante, se la lleva a casa y por la noche enciende el fuego con ella.
Aparecen en la cocina de Etienne con la alegre información de que alguien ha oído estornudar al comandante o que la mierda de perro estratégicamente situada en uno de los escalones del burdel ha alcanzado a la perfección el objetivo de la suela de una bota alemana. Madame Manec sirve brandy, sidra o vino muscadet. Siempre se sienta alguna contra la puerta de entrada para hacer de centinela. La pequeña y encorvada madame Fontineau presume de haber colapsado la centralita del Château durante una hora. La desaliñada y corpulenta madame Guiboux asegura haber ayudado a sus nietos a pintar a un perro callejero con los colores de la bandera francesa y haberlo hecho correr por la Place Chateaubriand.
Las mujeres se ríen a carcajadas, encantadas.
—¿Y qué puedo hacer yo? —pregunta la anciana viuda madame Blanchard—. Quiero hacer algo.
Madame Manec le pide a todo el mundo que le dé su dinero a madame Blanchard.
—Lo recuperarán —asegura—, no se preocupen. Veamos, madame Blanchard, usted siempre ha tenido una preciosa caligrafía. Coja esta pluma del señor Etienne y en cada billete de cinco francos quiero que escriba «Francia Libre». Nadie se puede permitir destruir el dinero, ¿verdad? En cuanto empiecen a circular los billetes nuestro pequeño mensaje comenzará a recorrer toda Bretaña.
Las mujeres aplauden. Madame Blanchard aprieta la mano de madame Manec, resuella y parpadea con los ojos brillantes de placer.
De cuando en cuando Etienne baja refunfuñando con un solo zapato puesto y la cocina entera se calma mientras madame Manec prepara un té y lo pone sobre una bandeja que Etienne se lleva de vuelta escaleras arriba. A continuación las mujeres vuelven a comenzar con sus intrigas y parloteos. Madame Manec peina el largo pelo de Marie-Laure con lentas y distraídas pasadas.
—Tengo setenta y seis años —susurra—, ¿y aún puedo sentirme así, como una niña pequeña con estrellas en los ojos?