Sentirse vivo antes de morir

Madame Manec entra en el estudio de Etienne en la quinta planta. Marie-Laure escucha desde la escalera.

—Podría usted ayudar —dice madame. Alguien (seguramente madame) abre una ventana y el luminoso aire del mar entra en la casa revolviéndolo todo: las cortinas de Etienne, sus papeles, el polvo, la añoranza de Marie-Laure por su padre.

—Por favor, madame, cierre la ventana —dice Etienne—, están deteniendo a los que infringen la orden de mantener las ventanas clausuradas.

La ventana permanece abierta. Marie-Laure desciende sigilosamente otro escalón.

—¿Cómo sabe a quién están deteniendo, Etienne? Una mujer de Rennes ha sido condenada a nueve meses de prisión por llamar Goebbels a uno de sus cerdos, ¿sabía eso? Y un adivino de Cancale ha sido fusilado por anunciar que De Gaulle iba a regresar en primavera. ¡Fusilado!

—No son más que rumores, madame.

—Madame Hébrard dice que a un hombre de Dinard…, a un abuelo, Etienne, lo han condenado a dos años de prisión por llevar la Cruz de Lorraine bajo la camisa. He oído que tienen intención de convertir la ciudad entera en un vertedero de municiones.

Su tío abuelo ríe suavemente.

—Suena como si se lo hubiera inventado un adolescente.

—No hay rumor que no tenga su parte de verdad, Etienne.

Marie-Laure se da cuenta de que durante toda la vida adulta de Etienne, madame Manec se ha encargado de protegerle de sus miedos, le ha enseñado a esquivarlos, a reducirlos. Marie-Laure desciende con sigilo otro escalón.

—Etienne, usted sabe cosas sobre mapas, radios, mareas —dice madame Manec.

—Ya resultan demasiado sospechosas todas esas mujeres que se reúnen en esta casa. La gente tiene ojos, madame.

—¿Quién?

—El perfumero, para empezar.

—¿Claude? —Resopla—. El pequeño Claude está demasiado ocupado con sus asuntos.

—Claude ha dejado de ser pequeño hace mucho tiempo. Hasta yo me he dado cuenta de que su familia tiene más que el resto: más carne, más electricidad, más mantequilla. Y sé muy bien cómo se ganan esos privilegios.

—Entonces ayúdenos.

—No quiero generar más problemas, madame.

—¿Y acaso no hacer nada no es una forma de generar problemas?

—No hacer nada es no hacer nada.

—No hacer nada es lo mismo que colaborar.

Irrumpe una ráfaga de viento. En la mente de Marie-Laure se mueve y resplandece, dibuja agujas y espinas en el aire. Plateadas, verdes y luego plateadas otra vez.

—Sé la manera de hacerlo —dice madame Manec.

—¿De hacer qué? ¿En quién ha depositado su confianza?

—En alguien se tiene que confiar.

—Si no corre la sangre de uno mismo por los brazos y las piernas de la persona que está al lado, no se puede confiar en nada. Y a veces ni siquiera así. No se está enfrentando a una persona, madame, sino a un sistema. ¿Cómo se puede luchar contra un sistema?

—Se puede intentar.

—¿Y qué quiere que haga yo?

—Desenterrar esa vieja cosa del desván. Sabe más de radios que nadie en esta ciudad, incluso puede que sepa más que cualquiera en toda Bretaña.

—Se han llevado todos los receptores.

—No todos, la gente tiene cosas escondidas. Lo único que tendría que hacer es leer números, si lo he entendido bien, números escritos en tiras de papel. Alguien, no sé quién, quizá Hubert Bazin, se los llevará a madame Ruelle y ella los horneará dentro del pan. ¡Justo dentro! —Se ríe; a Marie-Laure su voz le suena veinte años más joven.

—¿Hubert Bazin? ¿Se está fiando de Hubert Bazin? ¿Y están horneando códigos secretos dentro del pan?

—¿Le parece que alguno de esos gordos chucruts es capaz de comerse una de esas espantosas barras de pan? Se llevan la harina buena. Nosotras nos encargaremos de traer el pan a casa, usted retransmite los números y luego quemamos el papel.

—Todo esto es ridículo. Están comportándose como niños.

—Es mejor que no hacer nada. Piense en su sobrina, piense en Marie-Laure.

Las cortinas tiemblan, los papeles se mueven y los dos adultos mantienen el pulso en el estudio. Marie-Laure se ha acercado tanto a la puerta de su tío que puede tocar el marco.

—¿No quiere sentirse vivo antes de morir? —pregunta madame Manec.

—Marie tiene casi catorce años, madame. No es tan joven. No, en tiempos de guerra. Las chicas de catorce años mueren igual que cualquiera y yo quiero que la gente de catorce años sea joven. Quiero…

Marie-Laure retrocede un paso. ¿La han visto? Piensa en la perrera en la roca a la que la llevó el loco de Hubert Bazin: los caracoles arracimados en multitudes. Piensa en las muchas veces que su padre la ha llevado en bicicleta, ella en equilibrio sobre el asiento, él de pie sobre los pedales, ambos deslizándose en el fragor de algún bulevar parisino. Ella se agarraba a sus caderas con las rodillas dobladas y volaban juntos entre los coches o bajaban colinas envueltos por los olores, los ruidos y el color.

—Voy a seguir leyendo, madame —dice Etienne—. ¿No debería estar preparando ya la cena?

La luz que no puedes ver
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