Las bombas se alejan
Diecisiete, dieciocho, diecinueve, veinte. Ahora el mar se eleva en las miras, ahora se ven las azoteas. Dos aviones menores bordean el corredor con humo, el bombardero principal arroja su carga y otros once siguen su ejemplo. Las bombas caen en diagonal; los aviones suben y se despliegan.
El fondo del cielo se oscurece y el tío abuelo de Marie-Laure, encerrado junto a otros cientos de personas en el Fuerte Nacional que se encuentra a medio kilómetro de la playa, entorna los ojos hacia arriba y piensa: «Langostas». En su memoria un proverbio del Antiguo Testamento se desprende de la telaraña de las clases de la parroquia: «Las langostas no tienen rey, pero todas salen agrupadas en rangos».
Una horda endemoniada, una lluvia de sacos de judías, cien rosarios rotos en el aire. Hay miles de metáforas pero todas resultan inadecuadas: cuarenta bombas por avión, cuatrocientas ochenta bombas en total, treinta mil kilos de explosivos.
Una avalancha desciende sobre la ciudad. Un huracán. Las tazas caen de las estanterías, los cuadros se sueltan de los clavos. Un cuarto de segundo después, se dejan de oír las sirenas, todo se vuelve inaudible. El rugido se vuelve tan fuerte que parece capaz de separar las membranas del tímpano en el oído medio.
Los cañones antiaéreos disparan sus últimos proyectiles. Doce bombarderos se repliegan y regresan a salvo en la noche azul.
En el sexto piso del número 4 de la rue Vauborel, Marie-Laure gatea hasta esconderse bajo la cama y aprieta la piedra y la casa en miniatura contra su pecho.
En el sótano que hay debajo del hotel de Las Abejas, la única bombilla en el techo parpadea hasta apagarse.