La segunda lata
La muchacha se sienta bien erguida en la esquina y se recoge el abrigo alrededor de las rodillas. La forma en la que se sienta sobre sus tobillos. La forma en la que sus dedos flotan por el espacio que está a su alrededor. Espera no olvidar jamás ninguno de esos detalles.
Se oyen explosiones hacia el oeste. Están bombardeando de nuevo la ciudadela. Y la ciudadela responde al ataque.
Se siente exhausto. Dice en francés:
—Va a haber una… una Waffenruhe. Parar el combate. A mediodía. Para que la gente pueda salir de la ciudad. Yo puedo sacarte.
—¿Cómo sabes que es cierto?
—No lo sé —responde—, no sé si es cierto.
De nuevo la calma. Él echa un vistazo a sus pantalones, su abrigo cubierto de polvo. El uniforme le hace cómplice de todo lo que odia esa muchacha.
—Ahí hay agua —dice cruzando a la otra habitación de la sexta planta y evita mirar el cuerpo de Von Rumpel en la cama cuando coge el segundo cubo. Ella hunde la cabeza entera en la boca del cubo mientras sus brazos, como palillos, lo agarran a ambos lados mientras bebe.
—Eres valiente —dice él.
Ella baja el cubo.
—¿Cómo te llamas?
Él se lo dice. Ella contesta:
—Cuando perdí la vista, Werner, la gente me decía que era valiente. Cuando mi padre se marchó, la gente me dijo que era valiente. Pero no se trata de valentía, es que no tengo otra opción. Me despierto y vivo mi vida, ¿acaso no haces tú lo mismo?
—No desde hace años. Pero hoy. Tal vez hoy lo hice.
Ella ha perdido las gafas, sus pupilas parecen cubiertas de leche, pero por alguna extraña razón no le incomodan. Recuerda una frase de frau Elena: belle laide. La bella fealdad.
—¿Qué día es hoy?
Él mira alrededor. Las cortinas chamuscadas, el hollín que ha marcado el techo, el cartón despegado de la ventana y la primera pálida luz del amanecer deslizándose a través de ella.
—No lo sé. Es por la mañana.
Un proyectil silba sobre la casa. Él piensa: lo único que quiero es estar aquí sentado, con ella, miles de horas, pero el proyectil explota en algún lugar y la casa cruje, y Werner dice:
—Hubo un hombre que utilizaba ese transmisor tuyo. Retransmitía un programa sobre ciencia cuando yo era niño. Yo lo escuchaba con mi hermana.
—Era la voz de mi abuelo. ¿Le escuchabas?
—Muchas veces. Nos encantaba.
La ventana resplandece. La lenta y arenosa luz del amanecer inunda la habitación. Todo es transitorio y doloroso, todo incierto. Estar aquí, en esta habitación, la más alta de la casa, haber salido del sótano, estar con ella: es como una medicina.
—Podría comer beicon —dice ella.
—¿Qué?
—Podría comerme un cerdo entero.
Él sonríe.
—Yo podría comerme una vaca entera.
—La mujer que vivía aquí, la encargada de la casa, hacía las mejores tortillas del mundo.
—Cuando era pequeño —dice él o tiene al menos la esperanza de haberlo dicho— solíamos coger bayas en el Ruhr, mi hermana y yo. Había bayas enormes, como pulgares.
La muchacha se mete por el armario, sube una escalera de mano y regresa con una lata abollada.
—¿Puedes ver lo que es?
—No tiene etiqueta.
—No creía que la tuviera.
—¿Es comida?
—Abrámosla y lo sabremos.
Con un solo golpe del ladrillo, él abre la lata con la punta del cuchillo. La lata huele al instante: el perfume es tan dulce, tan increíblemente dulce que él está a punto de desmayarse. ¿Cómo era la palabra? Pêches. Les pêches.
La muchacha se inclina. Es como si florecieran los lunares de sus mejillas al inhalar.
—Lo compartiremos —dice— por lo que has hecho.
Golpea el cuchillo una segunda vez, corta el metal y dobla la tapa.
—Ten cuidado —dice mientras se lo pasa. Ella mete dos dedos y pesca algo húmedo, suave y resbaladizo. Después él hace lo mismo. Con infinito placer siente cómo se desliza el primer melocotón por su garganta. Un amanecer en su boca.
Comen. Se beben el sirope. Pasan los dedos por el interior de la lata.