El más débil (n.º 3)

La balanza de la crueldad se inclina. Puede que Bastian exija una venganza final, puede que Frederick salga a buscar su única salida. Werner solo sabe con certeza que una mañana de abril se despierta y encuentra ocho centímetros de nieve blanda en el suelo, y que Frederick no está en su litera.

No aparece en el desayuno, ni en la clase de poética, ni en los ejercicios matutinos. Todas las historias que escucha Werner son contradictorias e incompletas, aunque también es cierto que la verdad es una máquina cuyos engranajes no encajan. Lo primero que oye es que un grupo de muchachos han obligado a Frederick a salir, han encendido antorchas en la nieve y le han dicho que dispare a las antorchas con el rifle para comprobar si ve correctamente. Luego oye que le han llevado unas tablas de medición visual y cuando han descubierto que no podía leerlas le han obligado a comérselas.

¿Pero qué importa la verdad en un sitio como este? Werner se imagina a veinte chicos acercándose al cuerpo de Frederick como si fuesen ratas, ve la gorda y reluciente cara del comandante con la nuez moviéndose por encima del cuello de su camisa, inclinado como un rey en un alto trono de madera de roble, mientras la sangre cubre el suelo y sube hasta sus tobillos, sus rodillas…

Werner se salta el almuerzo y se dirige a la enfermería de la escuela. Se arriesga a que le detengan o tal vez incluso a algo peor. Es un resplandeciente mediodía soleado, pero tiene el corazón en un puño y todo le parece lento e hipnótico. Contempla su propia mano al abrir la puerta como si la estuviera viendo a través de varios centímetros de agua azul.

Una única cama con sangre. Ve la mancha en la almohada y en las sábanas y hasta en el cabecero de metal. Hay trapos rosados en una palangana. Una venda desenrollada a medias en el suelo. La enfermera se da media vuelta y mira a Werner. Aparte de en las cocinas, ella es la única mujer en la escuela.

—¿Por qué hay tanta sangre? —pregunta.

Ella se tapa la boca con los dedos, duda quizá entre decirle lo que ha sucedido o fingir que no sabe nada. Entre acusar, resignarse o ser cómplice.

—¿Dónde está?

—En Leipzig. Le están operando.

Ella se toca uno de los botones redondos y blancos de su uniforme, tal vez para conseguir que le dejen de temblar los dedos. En cuanto al resto de su cuerpo, su actitud es totalmente rígida.

—¿Qué ha sucedido?

—¿No deberías estar comiendo?

Cada vez que parpadea Werner ve a los hombres de su infancia, a los mineros en paro paseando por los oscuros callejones, hombres con ganchos en lugar de dedos y agujeros vacíos en lugar de ojos; ve a Bastian sobre un río humeante, la nieve cayendo a su alrededor. Führer, pueblo, patria. Endureced vuestro cuerpo, endureced vuestra alma.

—¿Cuándo regresará?

—Oh —responde ella, una palabra lo bastante suave. Sacude la cabeza.

Sobre la mesa hay una caja azul. Encima, el retrato de algún oficial caído hace mucho tiempo en un marco destartalado. Algún otro chico enviado a la muerte desde este lugar.

—¿Cadete?

Werner tiene que sentarse en la cama. La cara de la enfermera parece ocupar diferentes distancias, una máscara sobre una máscara sobre otra máscara. ¿Qué está haciendo Jutta en este preciso instante? ¿Estará limpiándole la nariz a algún llorón recién nacido, coleccionando periódicos, escuchando las charlas para las enfermeras del ejército, zurciendo calcetines? ¿Estará rezando por él? ¿Confiará todavía en él?

Piensa: jamás seré capaz de contarle esto.

La luz que no puedes ver
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