Occuper

Marie-Laure se despierta con las campanas de la iglesia: dos, tres, cuatro, cinco. Hay un ligero olor a moho, a antiguas y gastadas almohadas de pluma, al empapelado de seda que hay tras la tosca cama en la que se sienta. Cuando estira los brazos casi puede tocar las dos paredes. Dejan de oírse los ecos de la campana. Se ha pasado durmiendo la mayor parte del día. ¿Qué es ese amortiguado rugido que escucha? ¿Es la muchedumbre o el mar?

Apoya los pies en el suelo. Siente el dolor de las heridas en los talones. ¿Dónde está su bastón? Arrastra despacio los pies para no golpearse las espinillas con nada. Tras las cortinas hay una ventana que se alza más allá de su alcance. Enfrente encuentra un armario cuyos cajones se abren solo hasta la mitad porque golpean contra la cama.

Puede sentir la temperatura del lugar con la yema de los dedos.

Toca una puerta y entra en un ¿qué? ¿Un salón? Desde aquí el rugido es más suave, apenas un murmullo.

—¿Hola?

Silencio. Luego un bullicio abajo, los pesados zapatos de madame Manec subiendo por curvos y estrechos escalones con sus pulmones de fumadora cada vez más cerca, hasta la tercera, cuarta planta… ¿Pero cuántos pisos tiene esta casa? Se oye su voz llamándola: madeimoselle. La lleva de la mano de nuevo a la habitación de la que ha salido y la sienta al borde de la cama.

—¿Quieres ir al baño? Seguro que sí. Luego te das un baño. Has dormido muy bien. Tu padre ha ido a la ciudad, a la oficina de telégrafos, aunque ya le he dicho que es como pedirle peras al olmo. ¿Tienes hambre?

Madame Manec ahueca las almohadas y estira la colcha. Marie-Laure intenta concentrarse en algo pequeño, algo concreto. La maqueta que quedó atrás en París. Una de las conchas en el laboratorio del doctor Geffard.

—¿La casa entera es de mi tío abuelo Etienne?

—Todas y cada una de sus habitaciones.

—¿Y cuánto paga por ella?

Madame Manec se ríe.

—Tú vas directa a lo importante, ¿verdad? Tu tío abuelo heredó esta casa de su padre, tu bisabuelo, un hombre al que le fue muy bien y consiguió ganar mucho dinero.

—¿Le conociste?

—Trabajo aquí desde que el señor Etienne era un niño pequeño.

—¿Y conociste a mi abuelo?

—Le conocí.

—¿Y yo voy a conocer al tío Etienne?

Madame Manec duda.

—Lo más probable es que no.

—¿Pero está aquí?

—Sí, niña. Él siempre está aquí.

—¿Siempre?

Las enormes manos de madame Manec envuelven las suyas.

—Vamos a darnos ese baño. Tu padre te lo explicará todo cuando vuelva.

—Pero papá nunca me explica nada, lo único que dice es que el tío fue a la guerra con mi abuelo.

—Y así fue. Pero cuando tu tío abuelo regresó a casa —madame Manec se detiene buscando las palabras adecuadas— no era exactamente el mismo que cuando se fue.

—¿Quieres decir que le asustaban las cosas?

—Quiero decir que estaba perdido. Como un ratón en una ratonera. Veía a los muertos atravesar las paredes y otras cosas terribles en las esquinas de las calles. Tu tío abuelo ya no sale de la casa.

—¿Nunca?

—No, desde hace años. Pero Etienne es una maravilla, ya lo verás, sabe de todo.

Marie-Laure escucha los crujidos de la madera de la casa, los chillidos de las gaviotas y el suave rugido contra los cristales.

—¿Estamos muy alto, madame?

—Estamos en un sexto piso. La cama es buena, ¿verdad? Pensé que tu papá y tú descansaríais bien aquí.

—¿Se puede abrir la ventana?

—Se puede, querida. Pero es mejor dejarla cerrada mientras…

Pero Marie-Laure ya se ha puesto de pie sobre la cama y recorre la pared con las manos.

—¿Se ve el mar desde la ventana?

—Se supone que debemos tener las ventanas y las persianas cerradas, aunque tal vez las pueda abrir un segundo.

Madame Manec gira la manija, abre los dos paneles de la ventana y los postigos. El viento entra de inmediato, luminoso, dulce, salado, brillante. El rugido viene y va.

—¿Hay caracolas, madame?

—¿Caracolas? ¿En el océano? —Ríe otra vez—. Tantas como gotas en la lluvia. ¿Te interesan las caracolas?

—Sí, sí, sí. He encontrado caracoles en los árboles y en los jardines, pero nunca caracolas en el mar.

—Muy bien —dice madame Manec—, has venido al lugar indicado.

Madame prepara un baño caliente en la bañera de la tercera planta. Desde ahí Marie-Laure escucha que cierra la puerta y que el estrecho cuarto de baño gime con el peso del agua y que las paredes crujen como si se encontrara en el interior del Nautilus del capitán Nemo. Siente que disminuye el dolor de los talones, sumerge la cabeza bajo el agua. ¡No salir jamás de casa! ¡Estar escondido durante décadas en el interior de esta extraña y estrecha casa!

Para la cena le ponen un vestido almidonado de alguna década pasada. Se sientan a la mesa cuadrada de la cocina, su padre y madame Manec uno frente al otro y tocándose con las rodillas, las ventanas cerradas, los postigos echados. Una radio murmura los nombres de los ministros con una agobiada voz de staccato… De Gaulle está en Londres, Pétain ha reemplazado a Reynaud. Comen un guiso de pescado y tomates verdes. Su padre afirma que no se ha recibido ninguna carta en los últimos tres días. Las líneas del telégrafo no funcionan. El último periódico es de hace seis días. En la radio, un hombre lee los anuncios clasificados.

Monsieur Cheminoux, refugiado en Orange, busca a sus tres hijos, a los que dejó junto a su equipaje en Ivry-sur-Seine.

Francis en Ginebra busca cualquier información sobre Marie-Jeanne, vista por última vez en Gentilly.

Madre envía sus oraciones por Luc y Albert adonde quiera que estén.

L. Rabier busca noticias sobre su esposa, vista por última vez en la Gare d’Orsay.

A. Cotteret desea avisar a su madre de que está a salvo en Laval.

Madame Meyzieu busca el paradero de sus seis hijas enviadas en tren a Redon.

—Todos buscan a alguien —murmura madame Manec. El padre de Marie-Laure apaga la radio y la máquina emite ruidos mientras se enfría. En la planta de arriba se escucha vagamente la misma voz que sigue leyendo nombres. ¿O sucede solo en su imaginación? Oye que madame Manec se levanta y recoge los tazones y que su padre exhala el humo del cigarrillo como si fuera muy pesado en sus pulmones y se alegrara de deshacerse de él.

Esa noche ella y su padre suben los retorcidos escalones y se acuestan el uno junto al otro en la misma tosca cama del sexto piso, en la habitación con paredes empapeladas. Su padre se enreda con su mochila, con el pestillo de la puerta, con sus cerillas. Y de nuevo el familiar olor de sus cigarrillos: Gauloises bleues. Oye el golpe de la madera y el chirrido al abrirse de par en par la ventana. El silbido del viento entra limpiándolo todo, o tal vez sea el sonido del mar y del viento, su cerebro es incapaz de disociarlos. Con él llega también el aroma de la sal, del heno, de las pescaderías y de los distantes pantanos, pero ninguna de esas cosas trae consigo el olor de la guerra.

—¿Podemos ir mañana al mar, papá?

—No creo que podamos mañana.

—¿Dónde está el tío Etienne?

—Supongo que en su habitación, en el quinto piso.

—¿Viendo cosas que no existen?

—Tenemos suerte de tenerle, Marie.

—También tenemos suerte de tener a madame Manec. Es un genio en la cocina. ¿Verdad que sí, papá? Quizá sea incluso un poquito mejor que tú.

—Solo un poquitito mejor.

A Marie-Laure le agrada escuchar cómo una sonrisa ocupa la voz de su padre, pero es capaz de sentir debajo sus pensamientos como el aleteo de unos pájaros enjaulados.

—Papá, ¿qué significa eso de que nos han ocupado?

—Significa que van a aparcar sus camiones en las plazas.

—¿Nos obligarán a hablar su idioma?

—Puede que nos hagan adelantar los relojes una hora.

La casa cruje. Las gaviotas chillan. Enciende otro cigarrillo.

—¿Es como una ocupación, papá, como un tipo de trabajo?

—Es como un control militar, Marie. Y basta de preguntas por hoy.

Silencio. Veinte latidos. Treinta.

—¿Cómo puede obligar un país a que otro cambie su hora? ¿Qué pasaría si todo el mundo se negara?

—Que todo el mundo llegaría o tarde o temprano a los sitios.

—¿Te acuerdas de nuestro apartamento, papá, con mis libros y nuestra maqueta y todas aquellas piñas en el alféizar?

—Claro.

—Yo las alineé de mayor a menor.

—Y ahí siguen.

—¿De verdad lo crees?

—Lo sé.

—No lo sabes.

—Es verdad, no lo sé. Lo creo.

—¿Hay soldados alemanes durmiendo en nuestras camas ahora, papá?

—No.

Marie-Laure se recuesta e intenta mantenerse completamente inmóvil. Casi puede escuchar cómo trabaja la maquinaria de la mente de su padre en el interior de su cráneo.

—Todo va a salir bien —murmura ella. Busca con su mano el antebrazo de su padre—. Nos quedaremos aquí durante un tiempo y luego volveremos a nuestro apartamento y las piñas estarán justo donde las dejamos y Veinte mil leguas de viaje submarino estará en el suelo de la conserjería donde lo dejamos y no habrá nadie en nuestras camas.

El himno distante del mar. El sonido de las botas de alguien sobre unos adoquines mucho más abajo. Desea desesperadamente que su padre le diga que sí, que así será sin duda, ma chérie. Pero no dice nada.

La luz que no puedes ver
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