Llévanos a casa
Por lo general Marie-Laure es capaz de resolver las cajas secretas de madera que su padre construye para sus cumpleaños. Suelen tener la forma de una casa y llevar en su interior alguna sorpresa escondida. Abrirlas requiere una serie de pasos ingeniosos: encontrar con las uñas alguna unión, deslizar el fondo a la derecha, separar los laterales, coger la llave escondida, abrir la parte más alta y descubrir una pulsera dentro.
Para su séptimo cumpleaños un pequeño chalé de madera la espera en el centro de la mesa de la cocina en el mismo sitio en el que suele estar el azucarero. Ella desliza una gaveta secreta en la base, descubre el compartimento oculto que hay debajo, coge una llave de madera y la introduce en una ranura en la chimenea. En el interior hay una onza de chocolate suizo.
—Cuatro minutos —dice su padre riendo—, tendré que esforzarme un poco más el año que viene.
Durante mucho tiempo, y a diferencia de esas cajas secretas de madera, ella no le encuentra el sentido a la maqueta del barrio que él está construyendo. No se parece al mundo real. La intersección en miniatura de la rue Mirbel y la rue Monge, por ejemplo, apenas a una manzana de su apartamento, no tiene nada que ver con el cruce en la vida real. La verdadera incluye un anfiteatro de ruidos y fragancias: en el otoño huele a tránsito y a aceite de ricino, al pan de la panadería, al alcanfor de la farmacia de Avent, a los delfinios, los guisantes de olor y las rosas del puesto de flores. En invierno se hunde en el olor de las castañas asadas. En las tardes de verano se vuelve más lenta y soñolienta, se oyen conversaciones adormecidas y el rasguño de las pesadas sillas de hierro.
Pero en la maqueta que ha hecho su padre esa misma intersección huele apenas a pegamento seco y a serrín. Las calles están vacías, el pavimento estático. Para sus dedos es apenas una pequeña e insuficiente reproducción. Él insiste en pedirle a Marie-Laure que la recorra con los dedos, que reconozca las casas y los ángulos de las calles. Y un frío martes de diciembre, cuando Marie-Laure lleva ya un año completamente ciega, su padre la acompaña por la rue Cuvier hasta el fondo del Jardin des Plantes.
—Aquí, ma chérie, está el sendero por el que caminamos todas las mañanas. Atravesando los cedros, hacia delante, está la galería central.
—Ya lo sé, papá.
Él la alza y la hace girar tres veces.
—Bueno, ahora llévanos a casa.
Ella abre la boca.
—Quiero que pienses en la maqueta, Marie.
—Pero no lo voy a conseguir…
—Estaré un paso detrás de ti, no te sucederá nada. Tienes tu bastón y sabes dónde te encuentras.
—¡No, no lo sé!
—Sí, sí lo sabes.
Ella se exaspera. Ni siquiera puede saber si los jardines han quedado a sus espaldas o de frente.
—Tranquilízate, Marie. Paso a paso.
—Es muy lejos, papá. Son por lo menos seis manzanas.
—Exactamente seis manzanas. Usa la lógica. ¿Hacia dónde debemos ir primero?
El mundo da vueltas y retumba. Los cuervos graznan, los frenos de los coches silban y alguien a su izquierda golpea algo de metal con lo que podría ser un martillo. Ella arrastra los pies hacia delante hasta que la punta de su bastón flota en el aire. ¿Ha llegado al borde de una curva? ¿Un estanque, una escalera, un precipicio? Gira noventa grados. Da tres pasos hacia delante. Ahora el bastón se topa con la base de una pared.
—¿Papá?
—Estoy aquí.
Seis pasos, siete pasos, ocho. Un bullicio —un técnico plaguicida se va de una casa dando gritos— los adelanta. Da otros doce pasos, suena la campanilla colocada en la puerta de una tienda y salen dos mujeres que la empujan al pasar.
A Marie-Laure se le cae el bastón. Comienza a llorar.
Su padre la levanta y la aprieta contra su pecho.
—Es demasiado —susurra ella.
—Tú puedes conseguirlo, Marie.
Pero no puede.