En el desván

Las campanas de St. Vincent han marcado las horas durante los cuatro años que Marie-Laure ha pasado en Saint-Malo. Ahora esas campanas ya no suenan. No sabe cuánto tiempo lleva atrapada en el desván, ni tan siquiera si es de día o de noche. El tiempo es algo escurridizo: afloja la presa tan solo una vez y el cordel se escapará de tus manos para siempre.

La sed es tan aguda que por un instante piensa en morderse el brazo para beber el líquido que corre en su interior. Coge las latas de comida de los bolsillos del abrigo de su tío y acerca los labios al borde. Las dos saben a lata. El contenido está apenas a un milímetro de distancia.

No te arriesgues, dice la voz de su padre. No te arriesgues a hacer ruido.

Solo una, papá, guardaré la otra. El alemán se ha ido, estoy casi segura de que se ha ido ya.

Entonces, ¿por qué no ha sonado el cable?

Porque lo ha cortado o porque… tal vez estaba dormida cuando sonó la campanilla, podría ser por muchas razones.

¿Por qué se va a marchar si lo que busca sigue aquí?

¿Quién sabe lo que busca?

Tú sabes lo que busca.

Tengo muchísima hambre, papá.

Intenta pensar en otra cosa.

Enormes cascadas de agua transparente y fresca.

Sobrevivirás, ma chérie.

¿Cómo lo sabes?

Por el diamante que llevas en el bolsillo. Lo dejé ahí para que te protegiera.

Todo lo que ha hecho hasta ahora es ponerme en peligro.

En ese caso, ¿por qué la casa sigue en pie? ¿Por qué no se ha incendiado?

No es más que una piedra, papá, un guijarro. Solo hay suerte, buena o mala, azar y física. ¿Te acuerdas?

Estás viva.

Solo estoy viva porque no he muerto aún.

No abras la lata. Te oirá y no dudará en matarte.

¿Cómo podrá matarme si no puedo morir?

Las preguntas se suceden una a otra y la mente de Marie-Laure amenaza con estallar. Ahora se ha sentado sobre la banqueta de piano que hay al fondo del desván y acaricia con las manos el transmisor de Etienne tratando de comprender sus interruptores y cables —aquí el fonógrafo, ahí el micrófono, ahí uno de los cuatro plomos conectados a un par de baterías— cuando oye algo bajo sus pies.

Una voz.

Con muchísimo cuidado se baja de la banqueta y apoya el oído en el suelo.

Está justo debajo de ella orinando en el inodoro de la sexta planta. El sonido está interrumpido por unos quejidos intermitentes, como si el proceso fuera un tormento para él. Entre quejido y quejido, dice:

Das Häuschen fehlt, wo bist du Häuschen?

Algo va mal.

Das Häuschen fehlt, wo bist du Häuschen?

Nadie responde. ¿Con quién está hablando?

Desde algún lugar más allá de la casa llega el estallido de un mortero distante y el silbido de los proyectiles pasa sobre sus cabezas. Oye que el alemán va del baño al dormitorio siempre cojeando, murmurando algo, desquiciado. Häuschen: ¿qué significa eso?

Oye el crujido de los muelles de su colchón, podría distinguir ese sonido en cualquier parte. ¿Ha estado durmiendo en su cama todo este tiempo? Se oyen seis fuertes estallidos, uno tras otro, más fuertes que el armamento antiaéreo, y más lejanos. Son armas navales. Luego se oyen trombones, címbalos, los gongs de las explosiones dibujando un tramado carmesí sobre el tejado. Ha terminado el respiro. Marie-Laure siente un vacío en el estómago y la garganta seca. Coge una de las latas del bolsillo del abrigo. El ladrillo y el cuchillo están a mano.

No lo hagas.

Si sigo escuchándote, papá, acabaré muriendo de inanición con comida en las manos.

La habitación bajo sus pies permanece en silencio. Los proyectiles se acercan pacientemente, cada uno silba sobre el anterior en intervalos previsibles, formando una larga parábola escarlata sobre el tejado. Ella aprovecha el sonido para abrir la lata. Iiiiiiiiiiiiiii, hace el proyectil; ding, hace el ladrillo contra el cuchillo y el cuchillo contra la lata. Se oye una terrible detonación en alguna parte. Las astillas de la explosión salen disparadas contra los muros de una docena de casas.

Iiiiiiiiiiiiiii ding. Iiiiiiiiiiiiiii ding. Con cada golpe una plegaria: «Por favor, que no me oiga».

Cinco golpes y el líquido comienza a salir. Con el sexto consigue abrir un pequeño cuadrante y logra levantar la tapa con la hoja del cuchillo. Lo alza y bebe. Está fresco y salado. Son judías. Judías verdes guisadas en lata. El agua en la que han sido cocidas es increíblemente sabrosa. Siente como si todo su cuerpo intentara absorberla. Vacía la lata. En sus pensamientos, su padre ha callado.

La luz que no puedes ver
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