Buenas noches. O Heil Hitler, como prefiera

En mayo llega su decimocuarto cumpleaños. Es 1940 y ya nadie se ríe de las Juventudes Hitlerianas. Frau Elena prepara un pudin y Jutta envuelve un trozo de cuarzo en papel de periódico, las gemelas Hannah y Susanne Gerlitz marchan por la habitación como soldados. Un niño de cinco años (Rolf Hupfauer) está sentado en la esquina del sofá con los párpados fuertemente cerrados. La recién llegada (una bebé) está sentada en el regazo de Jutta y se muerde los dedos. Al otro lado de la ventana, tras las cortinas y a lo lejos, una llama se agita y tiembla sobre un montón de basura.

Los niños cantan y devoran el pudin. Frau Elena dice:

—Ya es la hora.

Y Werner apaga el receptor. Todos rezan. Mientras carga la radio hasta la buhardilla siente que su cuerpo es más pesado. En los callejones, los chicos de quince años se dirigen hacia los ascensores de la mina y forman fila con los cascos puestos y las lámparas fuera de la entrada. Él intenta imaginar el descenso, las esporádicas y tenues luces que van pasando y quedan detrás, el temblor de los cables, todo el mundo inmóvil sumergiéndose en la oscuridad permanente en la que los hombres arañan la tierra con ochocientos metros de roca sobre las cabezas.

Solo un año más. Entonces le darán también a él un casco, una lámpara y herramientas y le meterán en una jaula junto a los otros.

Han pasado meses desde la última vez que oyó al francés en la onda corta. Un año desde que encontró aquella copia de Principios de la mecánica con manchas de humedad. Hasta hace no mucho soñaba con Berlín y con sus importantes científicos: Fritz Haber, inventor de los fertilizantes; Hermann Staudinger, inventor de los plásticos. Y con Hertz, que hizo visible lo invisible. Todos los grandes hombres que hacen descubrimientos ahí fuera. «Yo creo en ti», solía decir frau Elena, «creo que harás algo importante». Ahora, en sus pesadillas, camina en los túneles de las minas. El techo es suave y negro, los bloques van descendiendo sobre él a medida que avanza. Las paredes se astillan. Él se encorva, gatea. Poco después ni siquiera puede levantar la cabeza y apenas mueve los brazos. El techo pesa diez trillones de toneladas y le da una sensación permanente de frío, le aplasta la nariz contra el suelo y justo antes de despertar siente una astilla en la parte trasera del cráneo.

El agua de la lluvia cae desde las nubes al techo y del techo al alerón. Werner presiona la frente contra el cristal de la claraboya y mira a través de las gotas, el techo que está abajo es tan solo uno en el conjunto de techos mojados, aprisionados por las amplias paredes de las fundiciones y las fábricas de gas. La sinuosa torre recortada contra el cielo, la mina y la trituradora que jamás se detienen, hectárea tras hectárea hasta donde alcanza la vista, los pueblos, las ciudades y toda esa maquinaria siempre apresurada y siempre en expansión que es Alemania. Y millones de hombres dispuestos a dar la vida por ella.

Buenas noches, piensa. O Heil Hitler. Todo el mundo está escogiendo la última.

La luz que no puedes ver
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