Las rondas

A pesar de que Etienne sigue oponiéndose, madame Manec lleva todas las mañanas a Marie-Laure a la playa. La niña se ata los cordones de los zapatos sola, baja la escalera y espera en el vestíbulo con el bastón en la mano mientras madame Manec termina sus tareas en la cocina.

—Puedo ir sola —dice Marie-Laure la quinta vez que salen—, no hace falta que me guíe.

Veintidós pasos hasta la esquina con la rue d’Estrées, otros cuarenta hasta la pequeña entrada, nueves escalones hacia abajo y ya está en la arena envuelta por los veinte mil sonidos del océano.

Colecciona piñas que caen de árboles quién sabe a cuánta distancia, gruesas madejas de soga, escurridizos glóbulos de pólipos varados. Una vez coge un gorrión ahogado. Su mayor placer es caminar hacia el extremo norte de la playa cuando está baja la marea y agacharse frente a una isla que madame Manec llama Le Grand Bé y agitar con los dedos los charcos en la arena. Solo entonces, con los pies y los dedos sumergidos en el frío mar, su mente parece olvidar por completo a su padre, solo entonces deja de preguntarse hasta qué punto lo que decía en la carta era cierto, cuándo volverá a escribirle, por qué ha sido encerrado. Sencillamente se dedica a escuchar, oír, respirar.

Su habitación se llena de guijarros, vidrios marinos, conchas. Cuarenta vieiras apoyadas en el alféizar, sesenta y un buccinos encima del armario. Cuando puede los organiza según su especie, luego según su tamaño. Los más pequeños a la izquierda, lo más grandes a la derecha. Llena jarras, cubos, bandejas. La habitación se llena del olor a mar.

Casi todas las mañanas, al regresar de la playa, hace la ronda junto a madame Manec. Van al mercado de las verduras, de vez en cuando al carnicero y luego le llevan comida a los vecinos que a madame Manec le parece que más lo necesitan.

Trepan por escaleras que hacen eco, tocan a una puerta. Una anciana las invita a pasar, pregunta por las novedades, insiste para que las tres se beban un vasito de jerez. La energía de madame Manec, como Marie-Laure va descubriendo, es extraordinaria. Florece, echa tallos, se levanta temprano, trabaja hasta tarde, elabora sus tartas sin un gramo de nata, panes con menos de una taza de harina. Dan fuertes pisadas juntas por las estrechas calles, la mano de Marie-Laure sujeta a la parte de atrás del delantal de madame, que deja tras de sí el olor penetrante de sus guisos y tartas. En esos momentos madame parece una enorme muralla móvil de rosales, espinosa, aromática y chisporroteante de abejas.

Llevan un pan todavía caliente a una anciana viuda llamada madame Blanchard. Sopa a monsieur Saget. El cerebro de Marie-Laure construye un mapa tridimensional en el que existen brillantes puntos de referencia: un árbol grueso y liso en la Place aux Herbes, nueve macetas con plantas podadas artísticamente fuera del Hôtel Continental, seis escalones para subir por un pasadizo llamado la rue du Connétable.

Varios días a la semana, madame Manec le lleva comida al loco de Hubert Bazin, un veterano de la Gran Guerra que duerme en un hueco detrás de la biblioteca haga sol o nieve y que perdió la nariz, la oreja y el ojo izquierdo en un bombardeo. Lleva cubierta la mitad de la cara con una máscara de cobre esmaltada.

A Hubert Bazin le encanta hablar del muro, de los hechiceros y de los piratas de Saint-Malo. A lo largo de los siglos, le cuenta a Marie-Laure, la muralla de la ciudad ha mantenido alejados a sanguinarios saqueadores, romanos, celtas, escandinavos. Algunos dicen que incluso a monstruos marinos. Durante mil trescientos años, dice, las murallas protegieron la ciudad de los sanguinarios piratas ingleses que detenían sus barcos en el agua y disparaban sus ardientes proyectiles a las casas, intentaban incendiarlas y dejar sin alimento a las personas, dispuestos a no parar hasta matarlos a todos.

—Las madres de Saint-Malo —dice— solían decir a sus hijos: siéntate bien y cuida tus modales o vendrá un inglés por la noche y te cortará la garganta.

—Hubert, por favor —dice madame Manec—, la vas a acabar asustando.

En marzo, Etienne cumple sesenta años y madame Manec guisa unas almejas —palourdes— con cebollas escalonias y las sirve con champiñones y trozos de huevos duros: los únicos dos huevos, aclara, que pudo conseguir en toda la ciudad. Etienne habla con su voz suave sobre la erupción del volcán Krakatoa, cómo en sus recuerdos más lejanos la ceniza que llegaba de Indonesia teñían los atardeceres de Saint-Malo de un rojo intenso, con enormes venas color carmesí brillante sobre el mar. Y para Marie-Laure, con los bolsillos forrados de arena y la cara brillante por el viento, la ocupación parece suceder, por un instante, a miles de kilómetros de distancia. Echa de menos a su padre, París, al doctor Geffard, los jardines, sus libros, sus piñas: ahora son huecos en su vida. Pero durante estas últimas semanas su existencia se ha vuelto tolerable. Por lo menos fuera, en la playa, su carencia y su temor son aliviados por el viento, el color y la luz.

Casi todas las tardes, tras las rondas matutinas junto a madame Manec, Marie-Laure se sienta en su cama con la ventana abierta y viaja con sus dedos por la maqueta de la ciudad que le hizo su padre. Sus dedos pasan por encima del cobertizo del astillero en la rue de Chartres, sobre la panadería de madame Ruelle en la rue Robert Surcouf. En su imaginación oye a los panaderos deslizándose sobre un suelo cubierto de harina, moviéndose a la manera en que ella imagina que se mueven los patinadores sobre hielo mientras hornean las barras de pan en el mismo horno de barro de hace cuatrocientos años que utilizaba el tataratatarabuelo de monsieur Ruelle. Sus dedos recorren los escalones de la catedral: aquí un viejo recorta las rosas del jardín y aquí, detrás de la biblioteca, el loco de Hubert Bazin habla consigo mismo mientras mira con su único ojo el fondo de una botella de vino vacía. Aquí está el convento. Aquí el restaurante Chez Chuche tras la pescadería del mercado. Aquí está el número 4 de la rue Vauborel, con la puerta ligeramente empotrada, en cuya planta baja madame Manec se arrodilla junto a su cama, sin los zapatos, con las cuentas de su rosario deslizándose entre los dedos, casi una plegaria por cada una de las almas de la ciudad. Aquí, en la habitación de la quinta planta, Etienne camina entre sus estantes vacíos y desliza los dedos por los lugares en los que alguna vez estaban sus radios. Y en algún lugar más allá de los límites de la maqueta, más allá de los límites de Francia, en un sitio que sus dedos no pueden alcanzar, su padre está sentado en una celda, una docena de maquetas talladas en el alféizar y un guardia que se acerca con lo que ella desesperadamente quiere creer que es un banquete —«codorniz y pato y guiso de conejo. Muslos de pollo y patatas fritas con beicon y tarta de albaricoque»—, una docena de bandejas, una docena de fuentes, todo lo que pueda comer.

La luz que no puedes ver
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