El número 4 de la rue Vauborel

Cenizas, caen cenizas como copos de nieve en pleno mes de agosto. Después del desayuno el bombardeo se reanuda hasta que por fin, sobre las seis de la tarde, se detiene. Un cañón dispara desde algún lugar y hace un sonido parecido al de un collar de abalorios al deslizarse entre los dedos. El sargento mayor Von Rumpel carga su cantimplora, seis ampollas de morfina y su pistola. Pasará por encima del rompeolas y se dirigirá por la calzada hacia el gigantesco baluarte de Saint-Malo, que se quema a fuego lento. En la bahía, el muelle ha sido destrozado en varios lugares. Un bote de pesca medio sumergido flota a la deriva con la popa hacia arriba.

En el interior de la ciudadela no hay más que montañas de bloques de piedra, sacos, postigos, ramas, herrería y trozos de chimeneas. Macetas destrozadas, marcos de ventanas carbonizados, cristales rotos. Algunos edificios siguen humeando y, a pesar de que Von Rumpel va con la boca y la nariz cubiertas por un pañuelo húmedo, se tiene que detener varias veces a recuperar el aliento.

Pasa junto al cadáver de un caballo muerto que ya ha comenzado a hincharse, junto a un sofá tapizado en terciopelo de rayas verdes, junto a los desgarrados trozos de un dosel que pertenecía a un restaurante. Ve las cortinas que se mecen perezosas entre las ventanas rotas bajo la extraña luz parpadeante. Todas esas cosas le ponen nervioso. Las golondrinas se acercan y alejan buscando sus nidos perdidos y alguien grita algo a lo lejos, aunque puede que solo sea el viento. La explosión ha descolocado las marquesinas de varios negocios y los soportes cuelgan abandonados.

Un schnauzer trota tras él, quejumbroso. Nadie le grita desde ninguna ventana para prevenirle de las minas. Es más, en cuatro manzanas apenas se cruza con un alma, solo una mujer ante lo que el día anterior era el cine. Lleva un recogedor en la mano; la escoba no se ve por ningún lado. Le mira, aturdida. Una puerta se abre a sus espaldas y se distinguen filas de asientos amontonados bajo los grandes bloques del techo. Al fondo, la pantalla se alza intacta, ni siquiera manchada por el humo.

—La sesión no empieza hasta las ocho —dice ella con su francés bretón, y él asiente al pasar. En la rue Vauborel han caído grandes cantidades de tejas y han reventado contra la calle. Pasan flotando trozos de papel quemado, no se ve ni una gaviota. Incluso si la casa ha ardido, piensa, el diamante estará ahí. Lo recogerá de entre las cenizas como a un huevo caliente.

Pero la casa, alta y delgada, ha permanecido intacta. Hay once ventanas en la fachada, la mayoría sin cristales. Reconoce los marcos azules, el viejo granito gris con manchas. Cuatro de sus seis macetas siguen colgando. La reglamentaria lista de residentes cuelga de la entrada principal.

M. Etienne LeBlanc, 63 años.

Mlle. Marie-Laure LeBlanc, 16 años.

Todos los riesgos que está dispuesto a asumir. Por el Reich. Por sí mismo.

Nadie le detiene. No silban los disparos. A veces el ojo del huracán es el lugar más seguro.

La luz que no puedes ver
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